Asistentes
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Almu
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Jose
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Ignacio
Ana
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Ignacio 3
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Joaquin
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May
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Diego
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Manu
Leticia
Yolanda
Guillermo
Iván 12
Victor 8

EN BUSCA DEL MONT BLANC... LOS ALPES

¡¡¡¡¡¡ CRÓNICA DE JUANRA !!!!!!!

Ginebra-Chamonix-Annecy

DIA UNO: La toma de contacto.

Érase una vez la enésima muesca en la culata de la unidad de expedicionarios de Topodiving. Y ¡qué casualidad! que esta vez, nuevamente se tenían que superar.
Transcurría el mes de julio del año pasado cuando el líder de la unidad, se devanaba los sesos buscando un reto a la altura de sus anteriores proyectos. Resultó que una tarde al volver de su trabajo, ese del que tanto espera (¡vamos, del que espera una jubilación temprana y estupenda!) se encontró con el ascensor estropeado. En ese momento le vinieron a visitar las musas. Las musas en forma de conserje que le daba un paquete de Amazon que había llegado por la mañana y que contenía un juego completo de sartenes de acero antiadherente. A la altura del segundo piso, le vino la inspiración: Sería un viaje sobre la montaña. Guadarrama? Gredos?... Pirineos?... ¡No! El líder piensa a lo grande. Sería a los Alpes. Y sería al lugar desde donde empezaron todas las grandes gestas en los orígenes del alpinismo.
Lo tuvo claro: Le dijo a la persona que le aguanta: "Tienes un día para hacer las maletas. Y da gracias, a que no he pedido las vacaciones, que si no, tendrías una hora. ¡Nos vamos a Chamonix!". Y allí se fueron a hacer el trabajo de campo. Unos meses más tarde, estábamos todos los integrantes de la expedición rumbo a la meca del alpinismo.
Algunos integrantes fueron los nominados para hacer de avanzadilla de reconocimiento, para realizar los primeros trámites y preparar el terreno para el grueso de la expedición, por lo que salieron la tarde antes. Pero como el líder de la expedición no confiaba mucho en el resultado de la unidad de reconocimiento, les ordenó, en una maniobra digna de un gran estratega, visitar Lausanne, obteniendo como resultado el enfangamiento en un atasco épico, que supuso, como logro más significativo, el conocimiento profundo de todas y cada una de las funcionalidades y características técnicas del coche de alquiler que les transportaba.
A la mañana siguiente, el grueso del grupo se congregó en el aeropuerto, y entre la dificultad de reconocer a algún compañero de expedición a través de sus legañas, y los nuevos integrantes que se incorporaban a la unidad, hubo algunos momentos de desconcierto. Pero el equipo se cohesionó enseguida al expandirse el rumor de que algunos integrantes de la expedición, no viajaban el low cost, tendrían comida y bebida gratis en el vuelo y no acabarían con los cartílagos de las rodillas acartonados. El "¡serán cabrones!" corrió como la pólvora.
Sea como fuere, la expedición llegó a Ginebra sin contratiempos, más allá del enderezamiento de alguna espalda, y alguna cojera temporal.
Recogimos las maletas, también sin contratiempos, salvo un aplastamiento de pie causado por una maleta convenientemente depositada de golpe sobre el mismo, acción provocada por algún integrante menor de la expedición que se empeñó en bajarla de la cinta (su padre, posteriormente le aplicó el conveniente correctivo).
Una vez recogidas las maletas se hizo el intento de realizar los trámites de la recogida de los coches de alquiler, sin que contara el tiempo efectivo del mismo, lo que acabó con la conveniente carcajada de la empleada francesa de Budget. Al ver la cara que pusieron los miembros de expedición designados como conductores, la amable empleada volvió a soltar la misma carcajada, pero esta vez en suizo-alemán ,para que no hubiera más dudas. A partir de ahí comenzó lo que se podría llamar el baile del pollo descabezado, mientras se buscaba el autobús que nos llevaría al centro de la ciudad. "Es por ahí", "Tu hazme caso que yo ya he estado aquí", "pregúntale a ese", "este no tiene ni puta idea", "que tiene que ser uno rojo", "tu sí que eres rojo", "quien coño ha organizado esto", son algunas cosas que se pudieron escuchar en esos instantes de confusión y falta de liderazgo. Pero el comandante de la expedición se rehizo, y tomó una decisión: "La parada es esa. Seguidme".
Efectivamente, esa era la parada y en pocos minutos llegó el autobús. Hubo algún atisbo de duda cuando algún pasajero se llevó las manos a la cabeza al ver el número y tamaño de nuestras maletas al subirlas al autobús. Pero se disipó enseguida al ver la cara de pasota del conductor, que decía a todo que sí.
El corto viaje transcurrió entre estrecheces en el autobús, y las caras de preocupación de los pasajeros que tenían que salir en las paradas próximas y no sabían cómo saltar la pila de maletas que les separaba de la puerta.
Por fin llegamos a la parada de destino y al grito de "¡ES ESTAAAAA!", nos abalanzamos hacia las maletas y con ellas, hacia la salida. Y en apenas unos segundos, como buen equipo disciplinado y entrenado en los métodos disciplinarios del equipo topodiving que éramos, estábamos todos en la acera preguntándonos unos a otros: "¿Dónde hay que ir ahora?". Obviamente ahí salió a relucir la calidad del líder que disipó todas las dudas con un "¡por ahí!", mientras más de uno de los componentes de la expedición seguían intentando dilucidar el camino poniendo cabeza arriba y cabeza abajo su móvil de última generación.
Por fin llegamos al centro comercial. Allí había que hacer acopio de pertrechos y viandas en el super, por un lado, y comer por el otro.
Mientras unos representantes de cada pelotón iban a super, otros se quedaron montando guardia para custodiar el preciado equipo de los expedicionarios, consistente en varios "esto por si hace calor", "esto por si llueve", "esto pa' que vale?-Tu llévamelo y calla", y muchos "porsiacasos".
En el super no hubo especial problema, dada la profesionalidad de los expedicionarios, pero sí que hubo algún roce con la población autóctona, con el cajero concretamente, que se solucionó con un "Te cuidado con lo que dices que, en el pecho lleva una tarjeta que dice que se llama Antonio. No Antuan. Antonio".
Una vez realizado el acopio, nos fuimos al restaurante que estaba justo al lado del super, y a lo Paco Martínez Soria y Gracita Morales con los maletones, y las bolsas de la compra, fuimos entrando.
Fue una comida agradable, interrumpida constantemente con la llegada de los exploradores que venían del atasco y el grupo VIP (que tardaron un poco en encontrar el sitio debido a que tuvieron algún problema de adaptación visual motivada por el champán del avión). También hubo las lógicas confusiones en el primer encuentro con la población local, que se resolvieron con un "lo mismo que has puesto a ese", y "ketchup si vu plé".
Una vez repuestas las fuerzas, los expedicionarios que ya habían conseguido medios de locomoción, acercaron al resto de los designados como conductores al aeropuerto. Allí iban a ser desplegadas las habilidades largamente entrenadas de lo que el líder denomina "Técnica Disney" para conseguir el mejor coche. Hubo alguno, que con valor y autoconfianza se prestó como voluntario para encabezar la operación, saliendo escaldado, ya que era el que más necesidad de espacio en el coche tenía, y salió con el coche más pequeño. Y tuvo que sufrir además, el escarnio de sus compañeros, y hasta del propio líder, porque le ofrecieron, a precio de testículo de obispo, los mismos coches, de gama superior, que a otros compañeros les dieron sin coste adicional.
Una vez motorizados, el resto de componentes y sus maletas fueron recogidos del restaurante y, la expedición completa ya, puso rumbo a Ginebra. Había que llegar a una hora concreta donde nos esperaba el amable maquinista de un trenecito que nos daría un paseo por la parte más noble de la ciudad. El problema era que el trenecito ya lo tuvimos antes, pero con coches. La expedición al completo se metió de lleno en un atascazo que provocó la dispersión de los integrantes de la expedición. Bueno alguno también se dispersó metiendo las coordenadas del parking en el GPS del coche. El caso es que el líder tuvo que ir recogiendo casi a lazo a los integrantes según los iba viendo con cara de despistados.
Pero al final llegamos al lugar donde se emplazaba el tren. Tarde, pero llegamos. Y allí estaba el bigotudo maquinista mirando el reloj y dando golpecitos con el zapato en el asfalto para que nos diéramos cuenta de habíamos pisoteado la puntualidad suiza en la primera ocasión. Así que sin pausa, nos subimos todos al trenecito como en una coreografía militar perfectamente ensayada: "Ponte tu con el niño". "No, que los niños quieren ir sólos". "¿Dónde pongo el carro?". "Este sitio está ocupado". "Yo con éste no me pongo". Una vez nos sentamos, arrancó el trenecito, y el maquinista puso una locución en varios idiomas. Quizá alguno se enteró de algo, pero la inmensa mayoría aprovechó para despacharse a gusto y poner a caldo a la organización, las pintas de otros miembros presentes, y sobre todo de los que no estaban presentes.
Una vez realizada la visita turística a la ciudad, nos dirigimos a recoger los coches que, convenientemente, habíamos dejado en el parking de la zona más atascada de Ginebra para poner rumbo al que sería el epicentro de la expedición: Chamonix. Bueno, a Chamonix exactamente no. Porque dados los escasos medios en los que topodiving se desenvuelve, hubo que alojarse en un pueblo, denominando Passy, aunque pronto se le puso al emplazamiento, el nombre en clave de "a tomar por culo". Especialmente cuando corrió un nuevo rumor: ciertos integrantes de la expedición iban a ser alojados a escasos 4 kilómetros de Chamonix.
Una vez localizado el emplazamiento, el equipo se distribuyó por las cabañas asignadas, sin más contratiempos. Aunque hubo algún comentario de la curiosa costumbre francesa que sustituía las toallas dobladas en forma de cisne para recibir al inquilino, por un castillo hecho con toda la vajilla.

DIA DOS: De trenes y teleféricos.

El domingo amaneció soleado en el camping. Los integrantes de la expedición fueron desperezándose y el bullir empezaba ya a ser patente en las cabañas. Salvo en una, en la que no se escuchaba nada. Y no se escuchaba nada porque justo cuando estaban poniendo las montañas y los árboles en su sitio, la familia en cuestión, ya estaba aporreando la puerta del director del camping para sacar el coche, y darse un paseo por el lago situado junto al camping. El caso es que a la hora en la que se pasaba revista, la familia ya estaba lista y en formación, mirando el reloj y resoplando con cada familia que iba llegando.
Sea como fuere, cada uno fue llegando al punto de encuentro en Chamonix, situado en las taquillas del teleférico del Aiguille du Midi. La operación la diseñó el líder de una manera, que por decirlo de una forma elegante, excedía las capacidades de más de un integrante. Y si no se dice de manera elegante, pues sería algo así como, que no se enteraron de una mierda de lo que había dicho el líder, y por supuesto no se habían leído las instrucciones. Pero las cualidades innatas, aquellas por las que en realidad, fuimos elegidos para formar parte de esta expedición, salieron a la luz, y mitigaron las otras carencias. Así que el grupo lo resolvió tirando a la tripulación de cada coche, casi en marcha, a las taquillas con un "baja, ¡baja ya!", "¡que dejes eso, que no te va a hacer falta!" o un "¡haberlo pensado antes!"; y dejando los coches en el parking de Carrefour, convenientemente aparcado, para luego hacer la compra (el líder, aunque a veces parezca lo contrario, siempre va un paso más allá) y volviendo a la carrera a las taquillas.
En este punto, nos dimos cuenta de la idiosincrasia del sitio al que nos había traído el destino, y de cómo la gente que visita la zona disfruta al máximo de él: había una plaza del parking del Carrefour ocupada por un individuo que estaba durmiendo en el suelo (hubo que colocarle la espalda recta para que estuviera más cómodo y no hubiera peligro de que su cabeza golpeara el suelo, gesto que agradeció con un gruñido), con la cartera en una mano, el móvil en la otra, y lo que parecía un refresco grande y vacío al lado, listo para comprar en cuanto abrieran y no perder ni un segundo de disfrute del valle. O eso creímos.
Con todo el trasiego de coches y de gente, no nos dimos cuenta (nunca lo hacemos) de la labor ingente de logística que hace el líder de la expedición: mientras nosotros corríamos, como niños de 5 años jugando un partido de rugby, sin saber ni donde está la pelota, él gestionaba los billetes de las próximas actividades. Así que, una vez reagrupados, nos dirigimos al famoso teleférico del Aiguille du Midi, diciendo adiós (con un "¡os fastidiáis!", en algunos casos) a los compañeros que se quedaron en tierra para cuidar a los infantes que no pudieron subir.
El trayecto fue compartido con esquiadores y alpinistas (las estrecheces económicas, nuevamente, impidieron contratar en exclusividad el teleférico), así que con algún que otro "¡ojo con el pico del piolet!" o "¡me importa un carajo que me saque una cabeza, que como me pise otra vez con las botáncanas esas, se traga la cuerda. Con nudos y todo!", llegamos arriba. Siguiendo las instrucciones del líder, según bajamos del teleférico, nos abrimos paso a codazos para subir al ascensor que nos conduciría a la verdadera aguja: 3842 metritos de nada (hubo gente que agradeció al líder, incluso con lágrimas en los ojos, el hecho de haber encontrado financiación para no tener que subir andando desde Chamonix). Allí, el ambiente climatológico, digamos que era hostil: Había que sujetarse a las barandillas para que no nos tirara el viento. Lo que dejaban entrever las nubes, era magnífico, tanto de frente como hacia otras montañas, como hacia abajo. Así que no dejamos una pasarela por recorrer, ni un solo grado de los 360 sin otear (aunque fuera al blanco de la nube), y una vez asegurada la presencia en todos los rincones de las instalaciones, nos fuimos haciendo la foto en la caja de metacrilato que pendía en el vacío. Hubo alguno que entraba de puntillas por miedo a que se rompiera, pero también hubo alguno que saltaba para asegurarse de la consistencia de la instalación, afín de preservar la seguridad del resto de integrantes de la expedición, con la consiguiente cara de estupor de la responsable de las alpargatas gigantes que repartían para no rayar el suelo. También hubo quien se tomó un chocolate y un donut en la terraza del mirador, dejándole el ya de por si escuálido presupuesto, insuficiente hasta para comprar agua el resto de día.
Con la misión cumplida, volvimos al teleférico para bajar a Chamonix y, una vez reagrupados, ir hacia el tren cremallera de Montenvers. Los conductores fueron a por los coches, no sin antes asegurarse que el amable turista que esperaba adormilado a que abrieran el Carrefour, se hubiera despertado; y fueron recogiendo al resto de integrantes de la expedición. En los coches, hubo conversaciones, contando las experiencias vividas a los que no pudieron subir: "¡tenías que haber subido, tontoelhaba!", "¡no vas a ver nada igual en tu vida!", "lo van a cerrar diez años por mantenimiento, así que te has quedado sin verlo".
Con algunas vicisitudes, consistentes en que alguno se fue a visitar por equivocación otro tren cremallera que estaba casi en Suiza, fuimos llegando al tren. Pero para que la actividad se desarrollara sin contratiempos, hubo que hacer labores de apoyo al líder, que no se había enterado de nada de lo que le habían dicho en las taquillas del teleférico de la mañana (él argumentó posteriormente que le iba mejor el francés del cantón de Valais): Pidió billetes combinados para el teleférico y el tren cremallera y le dieron billetes combinados para el teleférico y para sentarse un rato en los bancos de la plaza de Chamonix. Aclarado el asunto, con los billetes ya correctos, nos dispusimos a subir al tren cremallera.
Esto, puede ser una tarea considerada como dominada, acostumbrados, como estábamos al metro o al cercanías de Madrid. Pero Chamonix es otra división. Allí, una señora, entrada ya en edad, nos dio un repasito y colocó en su sitio las relaciones hispano-francesas: En el abarrotado torniquete que daba acceso al andén, ya hizo alarde de sus dotes al tomar posiciones. ¡Esa apertura de codos!, ¡esos golpecitos a la gente de alrededor con la mochila!, ¡esa sonrisa desvalida!, ¡ese "my family"! señalando hacia adelante, denotaba un saber hacer en esas lides que no estaba a nuestro alcance. Nos dejó descolocados. De nada sirvió nuestra colocación en abanico. Se lo saltó con una elegancia, digna de Miss Daisy. Conmocionados, fuimos cogiendo posiciones en el andén. Pero la humillación ya estaba consumada, y el daño hecho. Ese día ya no lo superaríamos: estábamos hundidos, faltos de ideas. A un grupo brillante (sí, de bisutería, pero brillante, al fin y al cabo) como éramos nosotros, sólo se le ocurrían cosas que sólo afloran cuando hay una herida abierta: "¡será cabrona la abuela!", "¡la de morado se ha colado!", "¡empújala a las vías, que con el barullo no se entera nadie!", "¡pero mírala, si ya está la primera!". La subida al tren cremallera fue el segundo acto de esta ignominiosa humillación. De nada sirvieron nuestra colocación estratégica, ni nuestras amenazas, ni que la puerta del tren le quedara a cuatro metros. Subió antes que nosotros, y para más escarnio sufrido, cuando subió el último escalón, giró la cabeza a modo de actriz en la alfombra roja del festival de Cannes, esbozó media sonrisa dulce de abuela y ejecutó un disimulado levantamiento del dedo corazón, que no pocos advirtieron.
Sea como fuere, humillados o no, ante todo, somos profesionales en estas lides, y tuvimos que rehacernos, levantar la cabeza y mirar hacia adelante. Sobre todo mirar hacia adelante, porque los sitios estaban contados, y los franceses, criados en la misma escuela que la octogenaria de la chaqueta morada, estaban ocupando asientos con sus cuerpos y los demás con sus mochilas. Eso sí, con la misma sonrisa. En otras circunstancias, nos hubiéramos cagado en esa sonrisa con un "¿me dejas? me voy a sentar ahí", en español. Pero estábamos malheridos y débiles, y tuvimos que sortearlo aquí y allá suplicando por los sitios con un triste "¿is free?", en inglés.
Cada cuál hizo su viaje, entrelazando sus pensamientos con las hermosas vistas de los bosques y glaciares. Interiorizando y asimilando, cada uno a su manera, la derrota sufrida. Por fin, llegamos al destino con el alma restañada, y con mucho aire. El líder, consciente de que debía insuflar ánimo en nuestros, a duras penas recompuestos espíritus, nos congregó en la terraza panorámica de la estación, desde la que se divisaba la Mar de Glace y muchos picos míticos del alpinismo mundial, para darnos una pequeña charla: "¿Veis ese teleférico de ahí abajo? Es el que nos baja a la gruta helada. No lo han abierto. La gruta helada está cerrada. Hace un aire de cojones. Y yo me voy a comer abajo". Nosotros, acostumbrados como estábamos, a esa clase de inteligencia emocional del líder, lo tomamos como un "que cada perro se lama su pija". Así que, con cierto desasosiego, cada uno se comió el bocadillo donde quiso.
El siguiente punto de encuentro, fue en Argentiere, para subir al doble teleférico de Grand Montents, que te eleva a la altura de 3.295 metros. Otro punto en el que las vistas panorámicas, dejan con la boca abierta (abierta también para evitar que se rompan los tímpanos por la velocidad de la ascensión). Si disfrutamos de las vistas en las terrazas del Aiguille du Midi cuando las nueves jugaban con las montañas, en esta, disfrutamos de una lluvia-granizo-nieve que hacía daño en la cara, de las voces para comunicar cosas como "ojo, los peldaños están helados", y del blanco inmaculado de la nube que lo envolvía todo. Así que una vez recorridas todas y cada una de las terrazas y pasarelas, porque un buen expedicionario tiene que explorar todo, aunque sea con sufrimiento, bajamos a la parada intermedia del teleférico, para que nuestros vástagos disfrutaran de la nieve. Y nosotros recuperarnos del frío al que fuimos sometidos en la parada superior.
Una vez recuperados del frío, y con nieve en la espalda, gracias al magnífico humor de algún componente especialmente simpático de la expedición, bajamos lo que quedaba de teleférico y pusimos rumbo a Chamonix para dar un paseo por sus calles. La meteorología nos volvió a jugar una mala pasada, y además del frío, nos cayó una tormenta, pero eso no fue inconveniente para que el líder nos diera las directrices para el día siguiente en un estrecho soportal, en el que el único que no se mojaba era él y su papel de instrucciones. Una vez recibidas las consignas, el grupo rompió filas y se dispersó por las calles dejando pocas tiendas sin visitar, en las que la mecánica siempre era la misma: entrabamos con ilusión y salíamos, o bien escocidos si habíamos hecho la compra, o escopetados al ver los precios.
Posteriormente cada uno se trasladó a su cabaña de la pedanía de Passy, conocida como "a tomar por culo" a cenar salchichas, y otros se fueron a cenar a su hotel de Chamonix con su media pensión.

DIA TRES: La hora decisiva.

Amanece de nuevo entre las cabañas. Según las instrucciones de la tarde anterior, tocaba entregar una tarjeta de crédito por cada cabaña. Y allí estábamos a primera hora entregando, con todo el dolor de nuestro corazón las tarjetas, desenado que ningún integrante rompiera ningún plato porque si no, el castillo hecho de vajilla del primer día, iba a quedar cojo, y nos pegarían un buen pellizco a la tarjeta ("a 20 euros la pieza", dijo alguno de los que no iba a entregar su tarjeta, jugueteando con un plato al borde de la mesa, mientras miraba al que iba a pasar por el doloroso trance).
Después nos dirigimos a lo que sería el evento estrella del día: El trineo. Según el líder, el trineo es lo que determinaría la calidad de cada expedicionario. Y esa simple frase, hizo que muchos de nosotros pasáramos la noche en blanco: algunos excitados por la emoción otros con sudores fríos y cagalera. Pero la profesión va por dentro, y allí estábamos a primera hora, con el alma en vilo, pero firmes en nuestro propósito de dar lo mejor de cada uno.
Nos pusimos alrededor del amable empleado del parque de juegos para que nos diera la charla sobre el funcionamiento y las reglas del juego. La charla se desarrolló en una mezcla perfecta de inglés, francés y español. Todos asentíamos y nos mirábamos los unos a otros con gestos de autosufuciencia. Cuando el empleado acabó con un "¿Ok?" y se marchó, aparecieron las dudas razonables: No nos habíamos enterado de nada. Nuevamente tuvo que venir el líder de la expedición a echarnos un capote resumiendo la charla de media hora del empleado: "Si sueltas la palanca, frena". Esas sencillas palabras en boca de otro, hubieran producido un pensamiento único: "¡Este es un gilipollas!", pero en boca de nuestro líder, volvieron a infundir la confianza necesaria en nosotros mismos, para afrontar este reto.
Así que, al final hubo codazos para coger los primeros trineos, con frases como "¡déjame a mí que este es mi negociado!", "yo inventé el trineo de raíl" o "yo me tiraba con colchones de muelles viejos en los descampados". Claro que también hubo comentarios del tipo "¿esto es seguro?", "Yo ahí no me subo", "¡pero si no tiene ruedas!" o "¿dónde está la toilette?
En cualquier caso, ahí estaban los primeros voluntarios, subiendo a la cima de la colina para despeñarse cuesta abajo. Las primeras bajadas fueron al ralentí, tomando la medida a las curvas, comprobando la eficacia de los frenos, y buscando los puntos estratégicos en los que debíamos corregir la cara de espanto o de velocidad, según el caso: localizando las cámaras de fotos.
Según se incrementaba el número de bajadas efectuadas, se iban haciendo dos grupos: Los que bajaban haciendo comentarios del tipo "a ver si llega la hora de irse ya", "yo no suelto la palanca no vaya a ser que luego no pueda alcanzarla con la velocidad", o "yo voy a toda leche, pero no entiendo por qué llevo tres trineos detrás gritándome". Y un segundo grupo entre los que fluían comentarios como "¡que no! ¡que no freno hasta que no entre en la caseta!", "échate a la derecha paquete!", "¿qué señal de freno? yo no he visto ninguna" o "¿si no toco el freno en toda la bajada se activará el freno de emergencia?".
Aquí, el líder sí que estiró bien el dinero y cerró la atracción para nuestra expedición, y mientras nos despeñábamos con los trineos, hubo una familia que quiso montar. La mamá le debía decir al niño que había que esperar, pero el niño se empeñó, y se fueron a las colas. Cuando el niño vio las caras (de espanto y de velocidad a partes iguales), se puso a llorar, y la madre le agarró de la mano y lo sacó en volandas del parque con cara de alivio.
Una vez acabado el periodo que teníamos en exclusividad la atracción, nos fuimos a dar un paseo por el bucólico lago de Gaillants. Al principio hubo dudas sobre la dirección a seguir, pero enseguida fueron resueltas con el consabido "por ahí" del líder. Así que nos atamos las botas y nos pusimos en marcha. Hubo alguna pareja de expedicionarios que aprovechó para perderse en el frondoso bosque de hoja caduca, para… digamos estrechar lazos fraternales. En otros afloró su vena artística y la desarrollaron haciendo fotos a los patos (práctica que ya tenían consolidada con los patos del Retiro). Otros se pusieron a elaborar una nueva entrada al lago para las barcas de pedales, quitando guijarros como cabezas de la orilla; y otros se pusieron a practicar la marcha chamoniega, dándole una media de 15 vueltas al lago.
Con el hambre rejuvenecida, nos fuimos de nuevo al parque del trineo a comer el rancho. Allí pudimos degustar de comida típica de Chamonix, consistente en nuggets de pollo con alguna cosa más que no supimos si era pollo o pescado. Al principio cogíamos nuggets con moderación para dejarles el sustento a los más pequeños, pero luego, hubo quien hizo 5 viajes, ya sin miramientos, para repetir nuggets. Al final, en la sobremesa, algunos valientes pidieron cafés, que no estaban incluidos en el menú, con distinto resultados: algunos obtenían lo que querían beber, pero la mayoría no sabían ni lo que contenía la taza: problemas con el lenguaje. Eso sí, todos comentaron el rejo que les habían metido por el café. El líder nos comentó después que el elevado precio de los cafés fue debido a una compensación de costes: antes de abrir la atracción de nuevo al público, estuvo tres horas cerrada, para revisar las soladuras del raíl, debido a las tensiones a las que fue sometido por la velocidad que alcanzaban algunos expedicionarios.
Después de la sobremesa, en la terraza, con unas vistas estupendas, el líder expedicionario nos dio la charla de lo que nos esperaría al día siguiente. Fue una charla muy agradable, en el que el ronroneo de su voz, ayudó a más de uno a conciliar el sueño con la cabeza apoyada en la mesa. Podría parecer una falta de respeto hacia nuestro líder, pero él es una persona comprensiva y consciente de que necesitamos descansar, dado el ritmo de estas expediciones, y como sabe de sobra que nos vamos a enterar igual estando en vigilia que dormidos, ejecutó su monologo sin sobresaltos en la voz para dejarnos dormir.
Después hubo expedicionarios que se fueron a pasear de nuevo por Chamonix, y otros, se fueron a explorar el lago que tenemos al lado de las cabañas.
En el lago se celebro el campeonato de lanzamiento de piedras saltarinas, estableciéndose el record en 12 saltos, aunque el jurado que dio el premio está siendo actualmente investigado por "excesiva parcialidad". Después de las disputas, que no pasaron de ser verbales, dado que ya era difícil encontrar piedras que no hubieran sido arrojadas al lago, cada uno se fue a su cabaña a recapacitar sobre el día que estaba a punto de terminar.

DIA CUATRO: El gran viaje.

Sale el sol de nuevo en el campamento de la expedición. Parece mentira, pero han pasado ya tres días, y seguimos sin contratiempos y sin tirarnos los trastos a la cabeza. Pero este día era especial: nos tocaba hacer la limpieza de los apartamentos y hacer el castillo con la vajilla, además de las maletas. Así que ese día, los despertadores sonaros antes, y con las primera luces del día, a través de las ventanas de las cabañas, se veía moverse los palos de escoba y las fregonas en lugar de posturas de yoga. Y una vez desayunados y lavados los platos, hubo que ponerse el gorro de arquitecto y ponerse a edificar el castillo con la vajilla para que nos dejaran intacta la tarjeta de crédito. Según se iban cubriendo de aguas los castillos, iban saliendo los expedicionarios con cierto aire orgulloso: "Me ha quedado niquelado". "Me he salido. Me ha costado poner la torre de cuatro vasos coronado por el plato ensaladero y los 6 tenedores, pero al final lo conseguí". "Ha sido un dolor poner todo encima de la cafetera, pero ha quedado de lujo: a mí, me devuelven pasta".
En cualquier caso, más o menos a la hora convenida (más media hora de retraso) nos pusimos en marcha. Obviamente nadie se había enterado de los diferentes trayectos, así que los conductores disimularon esperando a que el líder saliera, para coger su rueda. Una vez que el líder se puso en marcha, el resto de expedicionarios dejó de silbar y mirarse las uñas para poner en marcha la caravana de expedicionarios hacia la hermosa ciudad de Annecy. La caravana, o sea el líder, eligió el camino largo pero hermoso a través de los Alpes. Tras el primer conjunto de revueltas y las primeras parada para ver las flores de la cuneta de cerca y devolver el desayuno a la naturaleza, hubo expedicionarios que alteraron el plan de viaje y se fueron a Annecy por la vía rápida.
La expedición hizo un alto para poder asimilar la belleza de los parajes alpinos que estábamos contemplando en la subida al puerto del col de Aravis. Continuamos el viaje, esta vez ya bajando hacia el Lac d'Annecy. Después de numerosas revueltas, y paradas para nuevamente visitar la flora alpina de las cuneta, y ante las súplicas de numerosos integrantes de la expedición a través del grupo de whatsApp, el líder tuvo a bien parar en la playa de Agnon, en las orillas del lago de Annecy, para que las piernas de los expedicionarios recuperaran la forma habitual en humanos, y las rótulas, volvieran a su sitio original. Momento que aprovechamos también para fastidiar a una familia francesa que estaba en la misma orilla para pasar una mañana tranquila.
La parada no duró mucho, y una vez comprobado que las articulaciones no habían sufrido daños permanentes, proseguimos el viaje poniéndonos los dientes largos con el nivel económico que se respiraba alrededor del Lac d'Annecy.
Por fin llegamos a la villa de Annecy, con sus canales de aguas limpias y el lago al que da nombre. Buscamos un parking en el que dejar los coches, cargados como estaban, especialmente el Mini (nadie se ofreció a llevarle cosas en los vacios maleteros: "¡Mira, mira!, si no puede ni cerrar el maletero", "lleva el carro gemelar entre las piernas. ¡Me parto!").
Rápidamente nos fuimos en busca de la zona de los canales, donde estaban la mejor oferta de gastronómica de la zona. Así que lo que parecía un paseo por la ciudad, en realidad era una alarmante búsqueda de un sitio donde nos dieran de comer. El problema era la hora. Esto es Francia, y en Francia llaman comida a lo que nosotros llamamos aperitivo, y lo que nosotros llamamos merienda, ellos lo llaman cena. No hubo manera de encontrar un restaurante que nos aliviara el deseo de comer todos juntos, así que el grupo expedicionario se tuvo que dividir en varios grupos para poder llenar la andorga: "¡Pero, ¿dónde vais cabrones?, que yo no quiero comer con este!".
Después, con el crepe dulce de postre todavía en el esófago, nos fuimos a la carrera al puerto porque teníamos una excursión en barco por el Lac d'Annecy. Obviamente el líder y su lugarteniente estaban ya en el puerto resoplando y mirando el reloj mientras íbamos llegando los demás a la carrera, todavía con el bolo alimenticio del crepe sin haber alcanzado el estómago. No sirvieron para nada las explicaciones que algún expedicionario trató de balbucir, nos calló una bronca porque hubo que dejar subir al barco a un grupo de ancianos antes que nosotros: El líder quería que probáramos las nuevas metodologías de adelantamientos aprendidas a raíz del incidente con la anciana de morado, pero no fue posible. Como quiera que fuera, subimos todos al barco, y curtidos como estamos en expediciones, elegimos estar en primera línea, en la proa, con la cara al viento. En el momento que el barco salió de la zona portuaria de velocidad reducida, se produjo lo que viene a ser una desbandada generalizada hacia la zona cubierta del barco, precedida de un "¡hostia que frio!". Pero esas situaciones también ponen a cada uno en su sitio, y aunque la mayor parte de los expedicionarios se acochinó, hubo alguno que no solo aguantó, sino que se relajó tanto que se durmió, provocando con los ronquidos que el capitán del barco parara las máquinas, porque pensaba que algo había rozado con el casco del barco. En medio del lago, la situación climatológica se endureció y empezaron a llover, pero eso no afectó al sueño de expedicionario, simplemente alguien le tapó la cara con la capucha para que no se le oxidaran las gafas, pero él siguió durmiendo. Luego nos enteramos que no era sueño lo que tenía, sino una bajada de potasio, que le impedía moverse.
Mientras tanto, en el interior del barco, sonaba una alocución en varios idiomas, posiblemente en español también, pero esto no puede confirmarse porque ningún miembro de la expedición prestó más de un segundo de atención a lo que decían los altavoces. En lugar de eso, se aprovechó para despellejar, figuradamente, al líder y las condiciones en las que nos obligaba a viajar, mientras que los más pequeños formaban el alboroto típico de un medina marroquí. Eso produjo el enfado y la queja de una anciana con un aspecto no muy diferente a la anciana de morado, situación esta que produjo un eczema y un erizado de pelo al líder, al contemplar la imagen mental de los expedicionarios en el agua con los flotadores mientras se alejaba el barco después de la charla de la anciana con el capitán.
Al final todo quedó en lo que creímos fue una amonestación verbal, y digo creímos, porque no entendimos lo que nos dijeron. En cualquier caso, llegamos al puerto una hora más tarde, sin haber visto un carajo del lago porque tuvimos cosas más importantes a las que prestar atención.
Desde el puerto, fuimos a dar un paseo por las calles, canales y puentes de Annecy. Ya estábamos resabiados, y no hubo más tanteos con los comercios locales, principalmente, por la falta de liquidez a estas alturas de la expedición. Esta ciudad quedó marcada en la retina de más de un expedicionario: "Estos arroyos son como los de mi pueblo, no sé para por qué tanta fama". "Aquí tiene que haber mucho reuma".
Una vez dada por realizada la visita, volvimos al parking a por los coches y pusimos rumbo a nuestro hotel de las afueras de Ginebra. Nuestro líder ya tenía todo previsto y había encargado casi 40 pizzas para que tuviéramos algo que llevarnos a la boca después de un largo día. El pizzero nos regaló los refrescos con los que regaríamos las pizzas. Todo estaba planeado, pero faltaba algo: el sitio en el que comerlas. Nadie quiso poner su habitación con la excusa de que luego huele la cama a napolitana, rúcula o barbacoa. Así que cada uno se fue a su habitación a dejar el olor de su propia pizza en la cama. Pero al fin y al cabo somos un grupo que a pesar de nuestras diferencias, permanecemos unidos en las circunstancias difíciles, y eso crea camaradería. En definitiva, no sabemos vivir juntos pero tampoco separados, así que al momento se empezaron a abrir las puertas de las habitaciones y empezamos a salir al descansillo a comernos las pizzas entre los ácaros de la moqueta. Y una cosa llevó a la otra, y empezamos a jugar a juegos de mesa, a charlas animadamente, a tomar unos cacharros y a ver el partido de futbol. Hechos que provocaron el chisteo de más de un inquilino ajeno a la expedición. Sin embargo, el cansancio fue haciendo mella, y fuimos poco a poco retirándonos a descansar.

DIA CINCO: La despedida.

El sol sale de nuevo para los expedicionarios pero las caras eras distintas. Eran grises. Tristes. El día que acababa de comenzar, iba a ser el último de la expedición. Es normal que después de tantas vivencias, inevitablemente surjan nexos de unión y amistades inquebrantables que perdurarán siempre. Pero no todas las caras eran tristes y largas. Las de los que continuaban su viaje explorando nuevos lugares cuando el resto debía volver a España, eran alegres y luminosas.
Pero había que aprovechar las últimas horas en el país alpino: tocaba ir a la ciudad suiza de Nyon. Y hasta allí nos dirigimos, bordeando el Lac Léman una vez hubimos desayunado. Una vez allí, metimos de nuevo el coche en un parking (y nuevamente hubo que ayudar a salir del coche a los pasajeros del mini, al quedarse encajados con el carro gemelar), y nos dirigimos a coger el tren turístico que nos llevaría a recorrer los lugares más emblemáticos de la ciudad. Curiosamente, esta vez llegamos todos puntuales, justo el día que no hacía falta, porque el conductor se llamaba Pedro y era de Logroño, y le importaba un pimiento la puntualidad suiza: allí nos esperaba leyendo el periódico, y casi parecía que le molestábamos al haber sido puntuales y estropearle su momento de relax. Llevaba décadas en Suiza, pero sus genes españoles seguían intactos.
Del paseo poco se puede contar porque nuevamente aprovechamos para despellejar al líder y poco atendimos a la ciudad. Hubo una parada para estirar las piernas, ver las vistas de la ciudad, y hacer alguna foto de grupo: "Haz ahora la foto de grupo, que no está el líder".
Una vez acabada la visita, los expedicionarios que continuarían el viaje, se despidieron con el antebrazo rojo de tanto corte de manga como hicieron. Los demás cogimos los coches y nos dirigimos, por carreteras secundarias a las afueras de Ginebra. La cita era en el parking del teleférico que nos permitiría contemplar Ginebra desde un monte cercano, pero eso de carreteras secundarias, descuadró a todos, menos al líder, con lo que fuimos llegando como el rosario de la Aurora. Al final, llegamos todos, aunque alguno con un estado de nervios importante, cosa que se olvidó con el dolor de oídos que les produjo la subida en teleférico. Estuvimos admirando las vistas de Ginebra, y todos identificamos con alborozo el chorro del lago. Fue lo único, lo demás lo hubiéramos identificado si hubiéramos prestado más atención en el tren turístico de Ginebra.
Cuando llegó la hora estimada por el líder, cogimos el teleférico de bajada, y nos dirigimos a comer en un McDonald, próximo al aeropuerto. Ahí no hubo problemas con la comida porque los expedicionarios tenemos una gran memoria visual, fruto de las experiencias adquiridas en nuestras expediciones: "Yo quiero el Big McRoyal Full Top Lux, es lo que ceno todos los sábados".
Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas, procedimos a llenar de gasolina los coches y nos dirigimos a entregarlos en el parking del aeropuerto. Y ya sin vehículos, arrastramos nuestras maletas hasta los mostradores de la compañía aérea para facturarlas. En esos momentos el ambiente era ya totalmente gris. Eran los últimos momentos del viaje: "¡Hostia: los regalos!". Así que hubo lo que llamaríamos una distribución desordenada de integrantes de la expedición en las tiendas del aeropuerto para gastar el poco dinero que nos quedaba ya. Una vez que los bolsillos estuvieron pelados, cogimos el avión y ya en Barajas, nos dimos el último abrazo, esperando volvernos pronto en la siguiente expedición.
El líder, a pesar de los comentarios que pudieron escucharse entre los expedicionarios ("¡Vaya paliza que llevo! Yo no vuelvo", "líder, a mi no me llames más, ¿eh?"), quedó satisfecho tanto con la expedición como con los expedicionarios, y se despidió con orgullo de cada uno de ellos, con la satisfacción del deber cumplido, y de haber hecho otra muesca en su libro de destinos.