

















































|
DIA
UNO: La toma de contacto.
Érase
una vez la enésima muesca en la culata
de la unidad de expedicionarios de Topodiving.
Y ¡qué casualidad! que esta vez,
nuevamente se tenían que superar.
Transcurría el mes de julio del año
pasado cuando el líder de la unidad, se
devanaba los sesos buscando un reto a la altura
de sus anteriores proyectos. Resultó que
una tarde al volver de su trabajo, ese del que
tanto espera (¡vamos, del que espera una
jubilación temprana y estupenda!) se encontró
con el ascensor estropeado. En ese momento le
vinieron a visitar las musas. Las musas en forma
de conserje que le daba un paquete de Amazon que
había llegado por la mañana y que
contenía un juego completo de sartenes
de acero antiadherente. A la altura del segundo
piso, le vino la inspiración: Sería
un viaje sobre la montaña. Guadarrama?
Gredos?... Pirineos?... ¡No! El líder
piensa a lo grande. Sería a los Alpes.
Y sería al lugar desde donde empezaron
todas las grandes gestas en los orígenes
del alpinismo.
Lo tuvo claro: Le dijo a la persona que le aguanta:
"Tienes un día para hacer las maletas.
Y da gracias, a que no he pedido las vacaciones,
que si no, tendrías una hora. ¡Nos
vamos a Chamonix!". Y allí se fueron
a hacer el trabajo de campo. Unos meses más
tarde, estábamos todos los integrantes
de la expedición rumbo a la meca del alpinismo.
Algunos integrantes fueron los nominados para
hacer de avanzadilla de reconocimiento, para realizar
los primeros trámites y preparar el terreno
para el grueso de la expedición, por lo
que salieron la tarde antes. Pero como el líder
de la expedición no confiaba mucho en el
resultado de la unidad de reconocimiento, les
ordenó, en una maniobra digna de un gran
estratega, visitar Lausanne, obteniendo como resultado
el enfangamiento en un atasco épico, que
supuso, como logro más significativo, el
conocimiento profundo de todas y cada una de las
funcionalidades y características técnicas
del coche de alquiler que les transportaba.
A la mañana siguiente, el grueso del grupo
se congregó en el aeropuerto, y entre la
dificultad de reconocer a algún compañero
de expedición a través de sus legañas,
y los nuevos integrantes que se incorporaban a
la unidad, hubo algunos momentos de desconcierto.
Pero el equipo se cohesionó enseguida al
expandirse el rumor de que algunos integrantes
de la expedición, no viajaban el low cost,
tendrían comida y bebida gratis en el vuelo
y no acabarían con los cartílagos
de las rodillas acartonados. El "¡serán
cabrones!" corrió como la pólvora.
Sea como fuere, la expedición llegó
a Ginebra sin contratiempos, más allá
del enderezamiento de alguna espalda, y alguna
cojera temporal.
Recogimos las maletas, también sin contratiempos,
salvo un aplastamiento de pie causado por una
maleta convenientemente depositada de golpe sobre
el mismo, acción provocada por algún
integrante menor de la expedición que se
empeñó en bajarla de la cinta (su
padre, posteriormente le aplicó el conveniente
correctivo).
Una vez recogidas las maletas se hizo el intento
de realizar los trámites de la recogida
de los coches de alquiler, sin que contara el
tiempo efectivo del mismo, lo que acabó
con la conveniente carcajada de la empleada francesa
de Budget. Al ver la cara que pusieron los miembros
de expedición designados como conductores,
la amable empleada volvió a soltar la misma
carcajada, pero esta vez en suizo-alemán
,para que no hubiera más dudas. A partir
de ahí comenzó lo que se podría
llamar el baile del pollo descabezado, mientras
se buscaba el autobús que nos llevaría
al centro de la ciudad. "Es por ahí",
"Tu hazme caso que yo ya he estado aquí",
"pregúntale a ese", "este
no tiene ni puta idea", "que tiene que
ser uno rojo", "tu sí que eres
rojo", "quien coño ha organizado
esto", son algunas cosas que se pudieron
escuchar en esos instantes de confusión
y falta de liderazgo. Pero el comandante de la
expedición se rehizo, y tomó una
decisión: "La parada es esa. Seguidme".
Efectivamente, esa era la parada y en pocos minutos
llegó el autobús. Hubo algún
atisbo de duda cuando algún pasajero se
llevó las manos a la cabeza al ver el número
y tamaño de nuestras maletas al subirlas
al autobús. Pero se disipó enseguida
al ver la cara de pasota del conductor, que decía
a todo que sí.
El corto viaje transcurrió entre estrecheces
en el autobús, y las caras de preocupación
de los pasajeros que tenían que salir en
las paradas próximas y no sabían
cómo saltar la pila de maletas que les
separaba de la puerta.
Por fin llegamos a la parada de destino y al grito
de "¡ES ESTAAAAA!", nos abalanzamos
hacia las maletas y con ellas, hacia la salida.
Y en apenas unos segundos, como buen equipo disciplinado
y entrenado en los métodos disciplinarios
del equipo topodiving que éramos, estábamos
todos en la acera preguntándonos unos a
otros: "¿Dónde hay que ir ahora?".
Obviamente ahí salió a relucir la
calidad del líder que disipó todas
las dudas con un "¡por ahí!",
mientras más de uno de los componentes
de la expedición seguían intentando
dilucidar el camino poniendo cabeza arriba y cabeza
abajo su móvil de última generación.
Por fin llegamos al centro comercial. Allí
había que hacer acopio de pertrechos y
viandas en el super, por un lado, y comer por
el otro.
Mientras unos representantes de cada pelotón
iban a super, otros se quedaron montando guardia
para custodiar el preciado equipo de los expedicionarios,
consistente en varios "esto por si hace calor",
"esto por si llueve", "esto pa'
que vale?-Tu llévamelo y calla", y
muchos "porsiacasos".
En el super no hubo especial problema, dada la
profesionalidad de los expedicionarios, pero sí
que hubo algún roce con la población
autóctona, con el cajero concretamente,
que se solucionó con un "Te cuidado
con lo que dices que, en el pecho lleva una tarjeta
que dice que se llama Antonio. No Antuan. Antonio".
Una vez realizado el acopio, nos fuimos al restaurante
que estaba justo al lado del super, y a lo Paco
Martínez Soria y Gracita Morales con los
maletones, y las bolsas de la compra, fuimos entrando.
Fue una comida agradable, interrumpida constantemente
con la llegada de los exploradores que venían
del atasco y el grupo VIP (que tardaron un poco
en encontrar el sitio debido a que tuvieron algún
problema de adaptación visual motivada
por el champán del avión). También
hubo las lógicas confusiones en el primer
encuentro con la población local, que se
resolvieron con un "lo mismo que has puesto
a ese", y "ketchup si vu plé".
Una vez repuestas las fuerzas, los expedicionarios
que ya habían conseguido medios de locomoción,
acercaron al resto de los designados como conductores
al aeropuerto. Allí iban a ser desplegadas
las habilidades largamente entrenadas de lo que
el líder denomina "Técnica
Disney" para conseguir el mejor coche. Hubo
alguno, que con valor y autoconfianza se prestó
como voluntario para encabezar la operación,
saliendo escaldado, ya que era el que más
necesidad de espacio en el coche tenía,
y salió con el coche más pequeño.
Y tuvo que sufrir además, el escarnio de
sus compañeros, y hasta del propio líder,
porque le ofrecieron, a precio de testículo
de obispo, los mismos coches, de gama superior,
que a otros compañeros les dieron sin coste
adicional.
Una vez motorizados, el resto de componentes y
sus maletas fueron recogidos del restaurante y,
la expedición completa ya, puso rumbo a
Ginebra. Había que llegar a una hora concreta
donde nos esperaba el amable maquinista de un
trenecito que nos daría un paseo por la
parte más noble de la ciudad. El problema
era que el trenecito ya lo tuvimos antes, pero
con coches. La expedición al completo se
metió de lleno en un atascazo que provocó
la dispersión de los integrantes de la
expedición. Bueno alguno también
se dispersó metiendo las coordenadas del
parking en el GPS del coche. El caso es que el
líder tuvo que ir recogiendo casi a lazo
a los integrantes según los iba viendo
con cara de despistados.
Pero al final llegamos al lugar donde se emplazaba
el tren. Tarde, pero llegamos. Y allí estaba
el bigotudo maquinista mirando el reloj y dando
golpecitos con el zapato en el asfalto para que
nos diéramos cuenta de habíamos
pisoteado la puntualidad suiza en la primera ocasión.
Así que sin pausa, nos subimos todos al
trenecito como en una coreografía militar
perfectamente ensayada: "Ponte tu con el
niño". "No, que los niños
quieren ir sólos". "¿Dónde
pongo el carro?". "Este sitio está
ocupado". "Yo con éste no me
pongo". Una vez nos sentamos, arrancó
el trenecito, y el maquinista puso una locución
en varios idiomas. Quizá alguno se enteró
de algo, pero la inmensa mayoría aprovechó
para despacharse a gusto y poner a caldo a la
organización, las pintas de otros miembros
presentes, y sobre todo de los que no estaban
presentes.
Una vez realizada la visita turística a
la ciudad, nos dirigimos a recoger los coches
que, convenientemente, habíamos dejado
en el parking de la zona más atascada de
Ginebra para poner rumbo al que sería el
epicentro de la expedición: Chamonix. Bueno,
a Chamonix exactamente no. Porque dados los escasos
medios en los que topodiving se desenvuelve, hubo
que alojarse en un pueblo, denominando Passy,
aunque pronto se le puso al emplazamiento, el
nombre en clave de "a tomar por culo".
Especialmente cuando corrió un nuevo rumor:
ciertos integrantes de la expedición iban
a ser alojados a escasos 4 kilómetros de
Chamonix.
Una vez localizado el emplazamiento, el equipo
se distribuyó por las cabañas asignadas,
sin más contratiempos. Aunque hubo algún
comentario de la curiosa costumbre francesa que
sustituía las toallas dobladas en forma
de cisne para recibir al inquilino, por un castillo
hecho con toda la vajilla.
DIA
DOS: De trenes y teleféricos.
El
domingo amaneció soleado en el camping.
Los integrantes de la expedición fueron
desperezándose y el bullir empezaba ya
a ser patente en las cabañas. Salvo en
una, en la que no se escuchaba nada. Y no se escuchaba
nada porque justo cuando estaban poniendo las
montañas y los árboles en su sitio,
la familia en cuestión, ya estaba aporreando
la puerta del director del camping para sacar
el coche, y darse un paseo por el lago situado
junto al camping. El caso es que a la hora en
la que se pasaba revista, la familia ya estaba
lista y en formación, mirando el reloj
y resoplando con cada familia que iba llegando.
Sea como fuere, cada uno fue llegando al punto
de encuentro en Chamonix, situado en las taquillas
del teleférico del Aiguille du Midi. La
operación la diseñó el líder
de una manera, que por decirlo de una forma elegante,
excedía las capacidades de más de
un integrante. Y si no se dice de manera elegante,
pues sería algo así como, que no
se enteraron de una mierda de lo que había
dicho el líder, y por supuesto no se habían
leído las instrucciones. Pero las cualidades
innatas, aquellas por las que en realidad, fuimos
elegidos para formar parte de esta expedición,
salieron a la luz, y mitigaron las otras carencias.
Así que el grupo lo resolvió tirando
a la tripulación de cada coche, casi en
marcha, a las taquillas con un "baja, ¡baja
ya!", "¡que dejes eso, que no
te va a hacer falta!" o un "¡haberlo
pensado antes!"; y dejando los coches en
el parking de Carrefour, convenientemente aparcado,
para luego hacer la compra (el líder, aunque
a veces parezca lo contrario, siempre va un paso
más allá) y volviendo a la carrera
a las taquillas.
En este punto, nos dimos cuenta de la idiosincrasia
del sitio al que nos había traído
el destino, y de cómo la gente que visita
la zona disfruta al máximo de él:
había una plaza del parking del Carrefour
ocupada por un individuo que estaba durmiendo
en el suelo (hubo que colocarle la espalda recta
para que estuviera más cómodo y
no hubiera peligro de que su cabeza golpeara el
suelo, gesto que agradeció con un gruñido),
con la cartera en una mano, el móvil en
la otra, y lo que parecía un refresco grande
y vacío al lado, listo para comprar en
cuanto abrieran y no perder ni un segundo de disfrute
del valle. O eso creímos.
Con todo el trasiego de coches y de gente, no
nos dimos cuenta (nunca lo hacemos) de la labor
ingente de logística que hace el líder
de la expedición: mientras nosotros corríamos,
como niños de 5 años jugando un
partido de rugby, sin saber ni donde está
la pelota, él gestionaba los billetes de
las próximas actividades. Así que,
una vez reagrupados, nos dirigimos al famoso teleférico
del Aiguille du Midi, diciendo adiós (con
un "¡os fastidiáis!", en
algunos casos) a los compañeros que se
quedaron en tierra para cuidar a los infantes
que no pudieron subir.
El trayecto fue compartido con esquiadores y alpinistas
(las estrecheces económicas, nuevamente,
impidieron contratar en exclusividad el teleférico),
así que con algún que otro "¡ojo
con el pico del piolet!" o "¡me
importa un carajo que me saque una cabeza, que
como me pise otra vez con las botáncanas
esas, se traga la cuerda. Con nudos y todo!",
llegamos arriba. Siguiendo las instrucciones del
líder, según bajamos del teleférico,
nos abrimos paso a codazos para subir al ascensor
que nos conduciría a la verdadera aguja:
3842 metritos de nada (hubo gente que agradeció
al líder, incluso con lágrimas en
los ojos, el hecho de haber encontrado financiación
para no tener que subir andando desde Chamonix).
Allí, el ambiente climatológico,
digamos que era hostil: Había que sujetarse
a las barandillas para que no nos tirara el viento.
Lo que dejaban entrever las nubes, era magnífico,
tanto de frente como hacia otras montañas,
como hacia abajo. Así que no dejamos una
pasarela por recorrer, ni un solo grado de los
360 sin otear (aunque fuera al blanco de la nube),
y una vez asegurada la presencia en todos los
rincones de las instalaciones, nos fuimos haciendo
la foto en la caja de metacrilato que pendía
en el vacío. Hubo alguno que entraba de
puntillas por miedo a que se rompiera, pero también
hubo alguno que saltaba para asegurarse de la
consistencia de la instalación, afín
de preservar la seguridad del resto de integrantes
de la expedición, con la consiguiente cara
de estupor de la responsable de las alpargatas
gigantes que repartían para no rayar el
suelo. También hubo quien se tomó
un chocolate y un donut en la terraza del mirador,
dejándole el ya de por si escuálido
presupuesto, insuficiente hasta para comprar agua
el resto de día.
Con la misión cumplida, volvimos al teleférico
para bajar a Chamonix y, una vez reagrupados,
ir hacia el tren cremallera de Montenvers. Los
conductores fueron a por los coches, no sin antes
asegurarse que el amable turista que esperaba
adormilado a que abrieran el Carrefour, se hubiera
despertado; y fueron recogiendo al resto de integrantes
de la expedición. En los coches, hubo conversaciones,
contando las experiencias vividas a los que no
pudieron subir: "¡tenías que
haber subido, tontoelhaba!", "¡no
vas a ver nada igual en tu vida!", "lo
van a cerrar diez años por mantenimiento,
así que te has quedado sin verlo".
Con algunas vicisitudes, consistentes en que alguno
se fue a visitar por equivocación otro
tren cremallera que estaba casi en Suiza, fuimos
llegando al tren. Pero para que la actividad se
desarrollara sin contratiempos, hubo que hacer
labores de apoyo al líder, que no se había
enterado de nada de lo que le habían dicho
en las taquillas del teleférico de la mañana
(él argumentó posteriormente que
le iba mejor el francés del cantón
de Valais): Pidió billetes combinados para
el teleférico y el tren cremallera y le
dieron billetes combinados para el teleférico
y para sentarse un rato en los bancos de la plaza
de Chamonix. Aclarado el asunto, con los billetes
ya correctos, nos dispusimos a subir al tren cremallera.
Esto, puede ser una tarea considerada como dominada,
acostumbrados, como estábamos al metro
o al cercanías de Madrid. Pero Chamonix
es otra división. Allí, una señora,
entrada ya en edad, nos dio un repasito y colocó
en su sitio las relaciones hispano-francesas:
En el abarrotado torniquete que daba acceso al
andén, ya hizo alarde de sus dotes al tomar
posiciones. ¡Esa apertura de codos!, ¡esos
golpecitos a la gente de alrededor con la mochila!,
¡esa sonrisa desvalida!, ¡ese "my
family"! señalando hacia adelante,
denotaba un saber hacer en esas lides que no estaba
a nuestro alcance. Nos dejó descolocados.
De nada sirvió nuestra colocación
en abanico. Se lo saltó con una elegancia,
digna de Miss Daisy. Conmocionados, fuimos cogiendo
posiciones en el andén. Pero la humillación
ya estaba consumada, y el daño hecho. Ese
día ya no lo superaríamos: estábamos
hundidos, faltos de ideas. A un grupo brillante
(sí, de bisutería, pero brillante,
al fin y al cabo) como éramos nosotros,
sólo se le ocurrían cosas que sólo
afloran cuando hay una herida abierta: "¡será
cabrona la abuela!", "¡la de morado
se ha colado!", "¡empújala
a las vías, que con el barullo no se entera
nadie!", "¡pero mírala,
si ya está la primera!". La subida
al tren cremallera fue el segundo acto de esta
ignominiosa humillación. De nada sirvieron
nuestra colocación estratégica,
ni nuestras amenazas, ni que la puerta del tren
le quedara a cuatro metros. Subió antes
que nosotros, y para más escarnio sufrido,
cuando subió el último escalón,
giró la cabeza a modo de actriz en la alfombra
roja del festival de Cannes, esbozó media
sonrisa dulce de abuela y ejecutó un disimulado
levantamiento del dedo corazón, que no
pocos advirtieron.
Sea como fuere, humillados o no, ante todo, somos
profesionales en estas lides, y tuvimos que rehacernos,
levantar la cabeza y mirar hacia adelante. Sobre
todo mirar hacia adelante, porque los sitios estaban
contados, y los franceses, criados en la misma
escuela que la octogenaria de la chaqueta morada,
estaban ocupando asientos con sus cuerpos y los
demás con sus mochilas. Eso sí,
con la misma sonrisa. En otras circunstancias,
nos hubiéramos cagado en esa sonrisa con
un "¿me dejas? me voy a sentar ahí",
en español. Pero estábamos malheridos
y débiles, y tuvimos que sortearlo aquí
y allá suplicando por los sitios con un
triste "¿is free?", en inglés.
Cada cuál hizo su viaje, entrelazando sus
pensamientos con las hermosas vistas de los bosques
y glaciares. Interiorizando y asimilando, cada
uno a su manera, la derrota sufrida. Por fin,
llegamos al destino con el alma restañada,
y con mucho aire. El líder, consciente
de que debía insuflar ánimo en nuestros,
a duras penas recompuestos espíritus, nos
congregó en la terraza panorámica
de la estación, desde la que se divisaba
la Mar de Glace y muchos picos míticos
del alpinismo mundial, para darnos una pequeña
charla: "¿Veis ese teleférico
de ahí abajo? Es el que nos baja a la gruta
helada. No lo han abierto. La gruta helada está
cerrada. Hace un aire de cojones. Y yo me voy
a comer abajo". Nosotros, acostumbrados como
estábamos, a esa clase de inteligencia
emocional del líder, lo tomamos como un
"que cada perro se lama su pija". Así
que, con cierto desasosiego, cada uno se comió
el bocadillo donde quiso.
El siguiente punto de encuentro, fue en Argentiere,
para subir al doble teleférico de Grand
Montents, que te eleva a la altura de 3.295 metros.
Otro punto en el que las vistas panorámicas,
dejan con la boca abierta (abierta también
para evitar que se rompan los tímpanos
por la velocidad de la ascensión). Si disfrutamos
de las vistas en las terrazas del Aiguille du
Midi cuando las nueves jugaban con las montañas,
en esta, disfrutamos de una lluvia-granizo-nieve
que hacía daño en la cara, de las
voces para comunicar cosas como "ojo, los
peldaños están helados", y
del blanco inmaculado de la nube que lo envolvía
todo. Así que una vez recorridas todas
y cada una de las terrazas y pasarelas, porque
un buen expedicionario tiene que explorar todo,
aunque sea con sufrimiento, bajamos a la parada
intermedia del teleférico, para que nuestros
vástagos disfrutaran de la nieve. Y nosotros
recuperarnos del frío al que fuimos sometidos
en la parada superior.
Una vez recuperados del frío, y con nieve
en la espalda, gracias al magnífico humor
de algún componente especialmente simpático
de la expedición, bajamos lo que quedaba
de teleférico y pusimos rumbo a Chamonix
para dar un paseo por sus calles. La meteorología
nos volvió a jugar una mala pasada, y además
del frío, nos cayó una tormenta,
pero eso no fue inconveniente para que el líder
nos diera las directrices para el día siguiente
en un estrecho soportal, en el que el único
que no se mojaba era él y su papel de instrucciones.
Una vez recibidas las consignas, el grupo rompió
filas y se dispersó por las calles dejando
pocas tiendas sin visitar, en las que la mecánica
siempre era la misma: entrabamos con ilusión
y salíamos, o bien escocidos si habíamos
hecho la compra, o escopetados al ver los precios.
Posteriormente cada uno se trasladó a su
cabaña de la pedanía de Passy, conocida
como "a tomar por culo" a cenar salchichas,
y otros se fueron a cenar a su hotel de Chamonix
con su media pensión.
DIA
TRES: La hora decisiva.
Amanece
de nuevo entre las cabañas. Según
las instrucciones de la tarde anterior, tocaba
entregar una tarjeta de crédito por cada
cabaña. Y allí estábamos
a primera hora entregando, con todo el dolor de
nuestro corazón las tarjetas, desenado
que ningún integrante rompiera ningún
plato porque si no, el castillo hecho de vajilla
del primer día, iba a quedar cojo, y nos
pegarían un buen pellizco a la tarjeta
("a 20 euros la pieza", dijo alguno
de los que no iba a entregar su tarjeta, jugueteando
con un plato al borde de la mesa, mientras miraba
al que iba a pasar por el doloroso trance).
Después nos dirigimos a lo que sería
el evento estrella del día: El trineo.
Según el líder, el trineo es lo
que determinaría la calidad de cada expedicionario.
Y esa simple frase, hizo que muchos de nosotros
pasáramos la noche en blanco: algunos excitados
por la emoción otros con sudores fríos
y cagalera. Pero la profesión va por dentro,
y allí estábamos a primera hora,
con el alma en vilo, pero firmes en nuestro propósito
de dar lo mejor de cada uno.
Nos pusimos alrededor del amable empleado del
parque de juegos para que nos diera la charla
sobre el funcionamiento y las reglas del juego.
La charla se desarrolló en una mezcla perfecta
de inglés, francés y español.
Todos asentíamos y nos mirábamos
los unos a otros con gestos de autosufuciencia.
Cuando el empleado acabó con un "¿Ok?"
y se marchó, aparecieron las dudas razonables:
No nos habíamos enterado de nada. Nuevamente
tuvo que venir el líder de la expedición
a echarnos un capote resumiendo la charla de media
hora del empleado: "Si sueltas la palanca,
frena". Esas sencillas palabras en boca de
otro, hubieran producido un pensamiento único:
"¡Este es un gilipollas!", pero
en boca de nuestro líder, volvieron a infundir
la confianza necesaria en nosotros mismos, para
afrontar este reto.
Así que, al final hubo codazos para coger
los primeros trineos, con frases como "¡déjame
a mí que este es mi negociado!", "yo
inventé el trineo de raíl"
o "yo me tiraba con colchones de muelles
viejos en los descampados". Claro que también
hubo comentarios del tipo "¿esto es
seguro?", "Yo ahí no me subo",
"¡pero si no tiene ruedas!" o
"¿dónde está la toilette?
En cualquier caso, ahí estaban los primeros
voluntarios, subiendo a la cima de la colina para
despeñarse cuesta abajo. Las primeras bajadas
fueron al ralentí, tomando la medida a
las curvas, comprobando la eficacia de los frenos,
y buscando los puntos estratégicos en los
que debíamos corregir la cara de espanto
o de velocidad, según el caso: localizando
las cámaras de fotos.
Según se incrementaba el número
de bajadas efectuadas, se iban haciendo dos grupos:
Los que bajaban haciendo comentarios del tipo
"a ver si llega la hora de irse ya",
"yo no suelto la palanca no vaya a ser que
luego no pueda alcanzarla con la velocidad",
o "yo voy a toda leche, pero no entiendo
por qué llevo tres trineos detrás
gritándome". Y un segundo grupo entre
los que fluían comentarios como "¡que
no! ¡que no freno hasta que no entre en
la caseta!", "échate a la derecha
paquete!", "¿qué señal
de freno? yo no he visto ninguna" o "¿si
no toco el freno en toda la bajada se activará
el freno de emergencia?".
Aquí, el líder sí que estiró
bien el dinero y cerró la atracción
para nuestra expedición, y mientras nos
despeñábamos con los trineos, hubo
una familia que quiso montar. La mamá le
debía decir al niño que había
que esperar, pero el niño se empeñó,
y se fueron a las colas. Cuando el niño
vio las caras (de espanto y de velocidad a partes
iguales), se puso a llorar, y la madre le agarró
de la mano y lo sacó en volandas del parque
con cara de alivio.
Una vez acabado el periodo que teníamos
en exclusividad la atracción, nos fuimos
a dar un paseo por el bucólico lago de
Gaillants. Al principio hubo dudas sobre la dirección
a seguir, pero enseguida fueron resueltas con
el consabido "por ahí" del líder.
Así que nos atamos las botas y nos pusimos
en marcha. Hubo alguna pareja de expedicionarios
que aprovechó para perderse en el frondoso
bosque de hoja caduca, para… digamos estrechar
lazos fraternales. En otros afloró su vena
artística y la desarrollaron haciendo fotos
a los patos (práctica que ya tenían
consolidada con los patos del Retiro). Otros se
pusieron a elaborar una nueva entrada al lago
para las barcas de pedales, quitando guijarros
como cabezas de la orilla; y otros se pusieron
a practicar la marcha chamoniega, dándole
una media de 15 vueltas al lago.
Con el hambre rejuvenecida, nos fuimos de nuevo
al parque del trineo a comer el rancho. Allí
pudimos degustar de comida típica de Chamonix,
consistente en nuggets de pollo con alguna cosa
más que no supimos si era pollo o pescado.
Al principio cogíamos nuggets con moderación
para dejarles el sustento a los más pequeños,
pero luego, hubo quien hizo 5 viajes, ya sin miramientos,
para repetir nuggets. Al final, en la sobremesa,
algunos valientes pidieron cafés, que no
estaban incluidos en el menú, con distinto
resultados: algunos obtenían lo que querían
beber, pero la mayoría no sabían
ni lo que contenía la taza: problemas con
el lenguaje. Eso sí, todos comentaron el
rejo que les habían metido por el café.
El líder nos comentó después
que el elevado precio de los cafés fue
debido a una compensación de costes: antes
de abrir la atracción de nuevo al público,
estuvo tres horas cerrada, para revisar las soladuras
del raíl, debido a las tensiones a las
que fue sometido por la velocidad que alcanzaban
algunos expedicionarios.
Después de la sobremesa, en la terraza,
con unas vistas estupendas, el líder expedicionario
nos dio la charla de lo que nos esperaría
al día siguiente. Fue una charla muy agradable,
en el que el ronroneo de su voz, ayudó
a más de uno a conciliar el sueño
con la cabeza apoyada en la mesa. Podría
parecer una falta de respeto hacia nuestro líder,
pero él es una persona comprensiva y consciente
de que necesitamos descansar, dado el ritmo de
estas expediciones, y como sabe de sobra que nos
vamos a enterar igual estando en vigilia que dormidos,
ejecutó su monologo sin sobresaltos en
la voz para dejarnos dormir.
Después hubo expedicionarios que se fueron
a pasear de nuevo por Chamonix, y otros, se fueron
a explorar el lago que tenemos al lado de las
cabañas.
En el lago se celebro el campeonato de lanzamiento
de piedras saltarinas, estableciéndose
el record en 12 saltos, aunque el jurado que dio
el premio está siendo actualmente investigado
por "excesiva parcialidad". Después
de las disputas, que no pasaron de ser verbales,
dado que ya era difícil encontrar piedras
que no hubieran sido arrojadas al lago, cada uno
se fue a su cabaña a recapacitar sobre
el día que estaba a punto de terminar.
DIA
CUATRO: El gran viaje.
Sale
el sol de nuevo en el campamento de la expedición.
Parece mentira, pero han pasado ya tres días,
y seguimos sin contratiempos y sin tirarnos los
trastos a la cabeza. Pero este día era
especial: nos tocaba hacer la limpieza de los
apartamentos y hacer el castillo con la vajilla,
además de las maletas. Así que ese
día, los despertadores sonaros antes, y
con las primera luces del día, a través
de las ventanas de las cabañas, se veía
moverse los palos de escoba y las fregonas en
lugar de posturas de yoga. Y una vez desayunados
y lavados los platos, hubo que ponerse el gorro
de arquitecto y ponerse a edificar el castillo
con la vajilla para que nos dejaran intacta la
tarjeta de crédito. Según se iban
cubriendo de aguas los castillos, iban saliendo
los expedicionarios con cierto aire orgulloso:
"Me ha quedado niquelado". "Me
he salido. Me ha costado poner la torre de cuatro
vasos coronado por el plato ensaladero y los 6
tenedores, pero al final lo conseguí".
"Ha sido un dolor poner todo encima de la
cafetera, pero ha quedado de lujo: a mí,
me devuelven pasta".
En cualquier caso, más o menos a la hora
convenida (más media hora de retraso) nos
pusimos en marcha. Obviamente nadie se había
enterado de los diferentes trayectos, así
que los conductores disimularon esperando a que
el líder saliera, para coger su rueda.
Una vez que el líder se puso en marcha,
el resto de expedicionarios dejó de silbar
y mirarse las uñas para poner en marcha
la caravana de expedicionarios hacia la hermosa
ciudad de Annecy. La caravana, o sea el líder,
eligió el camino largo pero hermoso a través
de los Alpes. Tras el primer conjunto de revueltas
y las primeras parada para ver las flores de la
cuneta de cerca y devolver el desayuno a la naturaleza,
hubo expedicionarios que alteraron el plan de
viaje y se fueron a Annecy por la vía rápida.
La expedición hizo un alto para poder asimilar
la belleza de los parajes alpinos que estábamos
contemplando en la subida al puerto del col de
Aravis. Continuamos el viaje, esta vez ya bajando
hacia el Lac d'Annecy. Después de numerosas
revueltas, y paradas para nuevamente visitar la
flora alpina de las cuneta, y ante las súplicas
de numerosos integrantes de la expedición
a través del grupo de whatsApp, el líder
tuvo a bien parar en la playa de Agnon, en las
orillas del lago de Annecy, para que las piernas
de los expedicionarios recuperaran la forma habitual
en humanos, y las rótulas, volvieran a
su sitio original. Momento que aprovechamos también
para fastidiar a una familia francesa que estaba
en la misma orilla para pasar una mañana
tranquila.
La parada no duró mucho, y una vez comprobado
que las articulaciones no habían sufrido
daños permanentes, proseguimos el viaje
poniéndonos los dientes largos con el nivel
económico que se respiraba alrededor del
Lac d'Annecy.
Por fin llegamos a la villa de Annecy, con sus
canales de aguas limpias y el lago al que da nombre.
Buscamos un parking en el que dejar los coches,
cargados como estaban, especialmente el Mini (nadie
se ofreció a llevarle cosas en los vacios
maleteros: "¡Mira, mira!, si no puede
ni cerrar el maletero", "lleva el carro
gemelar entre las piernas. ¡Me parto!").
Rápidamente nos fuimos en busca de la zona
de los canales, donde estaban la mejor oferta
de gastronómica de la zona. Así
que lo que parecía un paseo por la ciudad,
en realidad era una alarmante búsqueda
de un sitio donde nos dieran de comer. El problema
era la hora. Esto es Francia, y en Francia llaman
comida a lo que nosotros llamamos aperitivo, y
lo que nosotros llamamos merienda, ellos lo llaman
cena. No hubo manera de encontrar un restaurante
que nos aliviara el deseo de comer todos juntos,
así que el grupo expedicionario se tuvo
que dividir en varios grupos para poder llenar
la andorga: "¡Pero, ¿dónde
vais cabrones?, que yo no quiero comer con este!".
Después, con el crepe dulce de postre todavía
en el esófago, nos fuimos a la carrera
al puerto porque teníamos una excursión
en barco por el Lac d'Annecy. Obviamente el líder
y su lugarteniente estaban ya en el puerto resoplando
y mirando el reloj mientras íbamos llegando
los demás a la carrera, todavía
con el bolo alimenticio del crepe sin haber alcanzado
el estómago. No sirvieron para nada las
explicaciones que algún expedicionario
trató de balbucir, nos calló una
bronca porque hubo que dejar subir al barco a
un grupo de ancianos antes que nosotros: El líder
quería que probáramos las nuevas
metodologías de adelantamientos aprendidas
a raíz del incidente con la anciana de
morado, pero no fue posible. Como quiera que fuera,
subimos todos al barco, y curtidos como estamos
en expediciones, elegimos estar en primera línea,
en la proa, con la cara al viento. En el momento
que el barco salió de la zona portuaria
de velocidad reducida, se produjo lo que viene
a ser una desbandada generalizada hacia la zona
cubierta del barco, precedida de un "¡hostia
que frio!". Pero esas situaciones también
ponen a cada uno en su sitio, y aunque la mayor
parte de los expedicionarios se acochinó,
hubo alguno que no solo aguantó, sino que
se relajó tanto que se durmió, provocando
con los ronquidos que el capitán del barco
parara las máquinas, porque pensaba que
algo había rozado con el casco del barco.
En medio del lago, la situación climatológica
se endureció y empezaron a llover, pero
eso no afectó al sueño de expedicionario,
simplemente alguien le tapó la cara con
la capucha para que no se le oxidaran las gafas,
pero él siguió durmiendo. Luego
nos enteramos que no era sueño lo que tenía,
sino una bajada de potasio, que le impedía
moverse.
Mientras tanto, en el interior del barco, sonaba
una alocución en varios idiomas, posiblemente
en español también, pero esto no
puede confirmarse porque ningún miembro
de la expedición prestó más
de un segundo de atención a lo que decían
los altavoces. En lugar de eso, se aprovechó
para despellejar, figuradamente, al líder
y las condiciones en las que nos obligaba a viajar,
mientras que los más pequeños formaban
el alboroto típico de un medina marroquí.
Eso produjo el enfado y la queja de una anciana
con un aspecto no muy diferente a la anciana de
morado, situación esta que produjo un eczema
y un erizado de pelo al líder, al contemplar
la imagen mental de los expedicionarios en el
agua con los flotadores mientras se alejaba el
barco después de la charla de la anciana
con el capitán.
Al final todo quedó en lo que creímos
fue una amonestación verbal, y digo creímos,
porque no entendimos lo que nos dijeron. En cualquier
caso, llegamos al puerto una hora más tarde,
sin haber visto un carajo del lago porque tuvimos
cosas más importantes a las que prestar
atención.
Desde el puerto, fuimos a dar un paseo por las
calles, canales y puentes de Annecy. Ya estábamos
resabiados, y no hubo más tanteos con los
comercios locales, principalmente, por la falta
de liquidez a estas alturas de la expedición.
Esta ciudad quedó marcada en la retina
de más de un expedicionario: "Estos
arroyos son como los de mi pueblo, no sé
para por qué tanta fama". "Aquí
tiene que haber mucho reuma".
Una vez dada por realizada la visita, volvimos
al parking a por los coches y pusimos rumbo a
nuestro hotel de las afueras de Ginebra. Nuestro
líder ya tenía todo previsto y había
encargado casi 40 pizzas para que tuviéramos
algo que llevarnos a la boca después de
un largo día. El pizzero nos regaló
los refrescos con los que regaríamos las
pizzas. Todo estaba planeado, pero faltaba algo:
el sitio en el que comerlas. Nadie quiso poner
su habitación con la excusa de que luego
huele la cama a napolitana, rúcula o barbacoa.
Así que cada uno se fue a su habitación
a dejar el olor de su propia pizza en la cama.
Pero al fin y al cabo somos un grupo que a pesar
de nuestras diferencias, permanecemos unidos en
las circunstancias difíciles, y eso crea
camaradería. En definitiva, no sabemos
vivir juntos pero tampoco separados, así
que al momento se empezaron a abrir las puertas
de las habitaciones y empezamos a salir al descansillo
a comernos las pizzas entre los ácaros
de la moqueta. Y una cosa llevó a la otra,
y empezamos a jugar a juegos de mesa, a charlas
animadamente, a tomar unos cacharros y a ver el
partido de futbol. Hechos que provocaron el chisteo
de más de un inquilino ajeno a la expedición.
Sin embargo, el cansancio fue haciendo mella,
y fuimos poco a poco retirándonos a descansar.
DIA
CINCO: La despedida.
El
sol sale de nuevo para los expedicionarios pero
las caras eras distintas. Eran grises. Tristes.
El día que acababa de comenzar, iba a ser
el último de la expedición. Es normal
que después de tantas vivencias, inevitablemente
surjan nexos de unión y amistades inquebrantables
que perdurarán siempre. Pero no todas las
caras eran tristes y largas. Las de los que continuaban
su viaje explorando nuevos lugares cuando el resto
debía volver a España, eran alegres
y luminosas.
Pero había que aprovechar las últimas
horas en el país alpino: tocaba ir a la
ciudad suiza de Nyon. Y hasta allí nos
dirigimos, bordeando el Lac Léman una vez
hubimos desayunado. Una vez allí, metimos
de nuevo el coche en un parking (y nuevamente
hubo que ayudar a salir del coche a los pasajeros
del mini, al quedarse encajados con el carro gemelar),
y nos dirigimos a coger el tren turístico
que nos llevaría a recorrer los lugares
más emblemáticos de la ciudad. Curiosamente,
esta vez llegamos todos puntuales, justo el día
que no hacía falta, porque el conductor
se llamaba Pedro y era de Logroño, y le
importaba un pimiento la puntualidad suiza: allí
nos esperaba leyendo el periódico, y casi
parecía que le molestábamos al haber
sido puntuales y estropearle su momento de relax.
Llevaba décadas en Suiza, pero sus genes
españoles seguían intactos.
Del paseo poco se puede contar porque nuevamente
aprovechamos para despellejar al líder
y poco atendimos a la ciudad. Hubo una parada
para estirar las piernas, ver las vistas de la
ciudad, y hacer alguna foto de grupo: "Haz
ahora la foto de grupo, que no está el
líder".
Una vez acabada la visita, los expedicionarios
que continuarían el viaje, se despidieron
con el antebrazo rojo de tanto corte de manga
como hicieron. Los demás cogimos los coches
y nos dirigimos, por carreteras secundarias a
las afueras de Ginebra. La cita era en el parking
del teleférico que nos permitiría
contemplar Ginebra desde un monte cercano, pero
eso de carreteras secundarias, descuadró
a todos, menos al líder, con lo que fuimos
llegando como el rosario de la Aurora. Al final,
llegamos todos, aunque alguno con un estado de
nervios importante, cosa que se olvidó
con el dolor de oídos que les produjo la
subida en teleférico. Estuvimos admirando
las vistas de Ginebra, y todos identificamos con
alborozo el chorro del lago. Fue lo único,
lo demás lo hubiéramos identificado
si hubiéramos prestado más atención
en el tren turístico de Ginebra.
Cuando llegó la hora estimada por el líder,
cogimos el teleférico de bajada, y nos
dirigimos a comer en un McDonald, próximo
al aeropuerto. Ahí no hubo problemas con
la comida porque los expedicionarios tenemos una
gran memoria visual, fruto de las experiencias
adquiridas en nuestras expediciones: "Yo
quiero el Big McRoyal Full Top Lux, es lo que
ceno todos los sábados".
Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas,
procedimos a llenar de gasolina los coches y nos
dirigimos a entregarlos en el parking del aeropuerto.
Y ya sin vehículos, arrastramos nuestras
maletas hasta los mostradores de la compañía
aérea para facturarlas. En esos momentos
el ambiente era ya totalmente gris. Eran los últimos
momentos del viaje: "¡Hostia: los regalos!".
Así que hubo lo que llamaríamos
una distribución desordenada de integrantes
de la expedición en las tiendas del aeropuerto
para gastar el poco dinero que nos quedaba ya.
Una vez que los bolsillos estuvieron pelados,
cogimos el avión y ya en Barajas, nos dimos
el último abrazo, esperando volvernos pronto
en la siguiente expedición.
El líder, a pesar de los comentarios que
pudieron escucharse entre los expedicionarios
("¡Vaya paliza que llevo! Yo no vuelvo",
"líder, a mi no me llames más,
¿eh?"), quedó satisfecho tanto
con la expedición como con los expedicionarios,
y se despidió con orgullo de cada uno de
ellos, con la satisfacción del deber cumplido,
y de haber hecho otra muesca en su libro de destinos.
|