|
HANS
El 30 de abril se levantó soleado en Madrid.
Se respiraba la algarabía propia de la
ciudad que rompe su rutina y se dispone a pasar
unos días sin atascos ni obligaciones.
Pero Hans no se dejó influir por el ajetreo
reinante y apartó de su mente todas las
distracciones. Tenía un contrato. Y no
era un contrato cualquiera. Había dado
su palabra. Y para él, éste era
un contrato escrito con una tinta que era imposible
de borrar: acabaría sus días intentando
cumplirlo si era necesario. Le había contratado
el club de Bridge Golondridge. Y la razón
no era otra que, descubrir el secreto de los viajes
y expediciones del famoso club de buceo Topodiving,
y de paso, hacer fracasar su próximo proyecto.
La elección de Hans, por parte de los directivos
de Golondridge, no era casual: Si; era hijo de
madre alemana y padre austriaco. Pero esa no era
la razón principal. La verdadera razón
era que haría lo que hiciera falta para
conseguir su objetivo.
Hans, como buen investigador, no decía
que no a ningún trabajo. Y no dudaba en
enfangarse en asuntos turbios, si era necesario,
para satisfacer a su cliente. Entre su arsenal
de métodos estaban los propios del “hampa”,
violentos en ocasiones. Así que, el lector
comprenderá que no pueda dar detalles que
puedan revelar su identidad. La integridad, física,
económica y familiar de este humilde escritor,
está en juego. Sólo puedo decir
que es un tipo más bien alto, maduro, pero
bien parecido, con facciones algo duras, pero
con unos modales excelentes (gracias a la educación
que recibió por parte de su madre), que
modula a su antojo, con el fin de camuflarse en
los distintos ambientes que su terreno de juego
exige. El lector opinará que esto es como
no decir nada, pero conocerle en persona, es saber
que sus suaves palabras se convierten en amenazas,
sólo con una muesca de su cara al pronunciarlas.
No diré donde tiene su centro de operaciones,
pero sí que la cita con el jefe de seguridad
de Golondridge tuvo lugar a primeros de abril,
en una cafetería del hotel Villa Castagnola
de la bella ciudad de Lugano, en la neutral Suiza.
Allí se articuló el contrato, y
se rubricó con un sobre con un adelanto
económico para gastos, y un apretón
de manos. Hans no necesitaba más. Su fama
como profesional implacable funcionaba para ambos
lados del contrato…
El encuentro no duró mucho. No hacen falta
muchas palabas entre dos personas que están
habituadas a moverse en ambientes no muy recomendables
para un ciudadano normal. Una vez finalizado,
partió a su apartamento, lujoso, pero a
la vez discreto, con grandes ventanales que se
abrían hacia la gran avenida de la ciudad,
que parecía perderse en las montañas.
Hans no pasa largas temporadas en su apartamento,
pero le encantan los gatos: tiene dos, Maddy y
Molly. Y eso le produce desasosiego, porque en
la vida independiente y deliberadamente anárquica
que lleva, tiene un ancla con Gladis, la señora
que le llena la nevera, le limpia el apartamento
y cuida de Maddy y Molly cuando él se ausenta,
que es la mayor parte del año.
En cinco minutos, reunió algo de ropa para
poder moverse en ambientes variados, eligió
un reloj, unas gafas de sol y un paraguas, varias
tarjetas de crédito, su pasaporte y una
buena cantidad de dinero en metálico, en
dólares y euros, y lo metió todo
en una maleta de cabina de avión. Hans
siempre se mueve ligero. Es una necesidad inherente
a su profesión, al igual que llevar dinero
en efectivo para desaparecer una temporada, o
pagar algún favor.
Se dirigió al aeropuerto más cercano
y en el primer mostrador de compañía
aérea que vio, solicito un billete en el
primer vuelo a Madrid.
Una vez en Madrid, empezó a indagar acerca
de los componentes más habituales de la
organización de Topodiving. Especialmente
su líder. Mentor de tantos y tantos adeptos.
Un ser extraño, al que apodan “Topo”.
Sabía, por su contacto de Golondridge,
que Topodiving tenía organizado un viaje
al Tirol austriaco. No necesitaba esa información.
En cuanto habló con su contacto informático
de Viena, un hacker al que apodan “Comrrado”,
y al que sólo conoce por su cuenta de BitCoins,
le dio acceso directo desde su móvil al
ordenador de Topo. En 30 minutos se puso al día
de todo lo relativo al viaje, y lo apuntaba a
que tenía un billete a Múnich para
el día 30 de abril.
TOMA
DE CONTACTO
No le fue difícil identificar a los integrantes
del viaje de Topodiving en las colas del control
de seguridad. Llegó temprano, pasó
el control, y se sentó en una cafetería
desde la que tenía visión directa
de la salida del control de seguridad. Una vez
fijó su objetivo, ya no les perdió
de vista, pero sin acercarse demasiado. Estuvo
analizando su comportamiento, sus idas y venidas
a las tiendas. Incluso, acercándose en
los asientos de la puerta de embarque, llegó
a grabarles en video.
Pasó por la tienda Duty Free, compró
un caro perfume y pagó en la misma caja
que los integrantes de Topodiving. Regaló
el perfume a la cajera, a cambio de que le dijera
qué habían comprado. Hans aprendió
a sacar información de las cosas cotidianas
en los años que pasó como miembro
del BND, los servicios secretos alemanes.
A Hans le sorprendió la heterogeneidad
del grupo. Había desde personas mayores,
en edad de disfrutar de una pensión de
jubilación, a niños de apenas 3
años de edad. Quizá esa era una
de las razones del éxito. Pero era seguro
que esa diversidad, le serviría en su momento,
para boicotear el viaje. Tampoco entendía
la supuesta valía como líder del
grupo del tal “Topo”. Lo vio resolutivo, pero
su primera impresión fue, que carecía
del carisma necesario para llevar a cabo tal sinfín
de propuestas, actividades, viajes y expediciones,
que sabía a ciencia cierta que había
liderado.
Una vez abrieron el embarque, accedieron al avión
y cada uno se dirigió a su asiento. El
de Hans no estaba lo suficientemente cerca para
escrutar, sin incomodar, el comportamiento y conversaciones
de los viajeros. Se maldijo por no haber sobornado
a la azafata del mostrador para que le cambiara
a un asiento más cercano a los integrantes
de Topodiving, pero ya era tarde. Durante un rato,
Hans estuvo atento a movimientos y actitudes,
pero se dejó llevar por la somnolencia
que le produjo la botella de buen vino francés
que compró al personal de vuelo.
Le despertó la voz del capitán indicando
que se aproximaban al aeropuerto de Múnich.
Se recompuso en el baño del avión
pasando al lado de los viajeros de Topodiving
y, ya despejado se volvió a su asiento,
echando una furtiva mirada a sus objetivos. No
se le pasó por alto, que todos, salvo los
niños, habían acabado con la bandeja
de comida que la compañía aérea
les había ofrecido.
Una vez en tierra, se apresuró a salir
de los primeros para dirigirse a los mostradores
de alquiler de coche para recoger el suyo. Quería
asegurarse de estar preparado cuando salieran
sus objetivos. Pero, sobre todo lo que quería,
era pagar a la dependienta de la compañía
de alquiler, para que les diera peores coches,
les cobrara por productos no contratados, y le
costara hacerse entender con el Topo. Logró
parcialmente su objetivo, proporcionando en alguna
ocasión, coches de un nivel inferior al
contratado, pero no les supuso mayor problema,
más allá de alguna queja en español,
que ni la dependienta ni Hans supieron entender.
Así que el grupo salió con destino
a la ciudad de Núremberg. Hans tenía
toda la información, y se había
preocupado de reservar habitación en el
mismo hotel. Dejaba pocas cosas al azar, y reservó
tres habitaciones, para tener más oportunidades
de estar al tanto de los movimientos de los viajeros.
Hans piensa que la fase más crítica
para el éxito de una misión son
sus comienzos. Y una persona como Hans conoce
a mucha gente y tiene muchos amigos, sobre todo
cuando se les paga bien. Conocía a un colega
de profesión en Núremberg, Alexander.
Alexander no era santo de la devoción de
Hans, pero era de confianza cuando el cheque era
cuantioso. Y, sobre todo, Alexander tenía
buenos contactos que podrían completar
el equipo necesario para esa noche.
Los viajeros de Topodiving salieron a dar un paseo
por Núremberg, y de su seguimiento, se
encargó el amigo de Alexander, un turco
apodado Leo. A Alexander no le gustaban nada los
españoles y prefirió mandar a Leo.
Mientras los dos amigos, se tomaban unas copas
en el bar del hotel recordando viejas batallas.
La noche se resolvió con un par de horas
de sueño.
JODELN
Si el día anterior fue largo, más
lo fue la noche, pero el despertador sonó
inexorable. No era temprano para los estándares
alemanes, lo que ayudó en su despertar
a los tres investigadores. Recogieron sus cosas,
y bajaron a desayunar en una apartada mesa, pero
con visión de todo el comedor. Hans se
sorprendió de la cantidad de comida que
eran capaces de desayunar los españoles.
Él, es de esa clase de gente que necesita
un tiempo para que su estómago se despierte
del todo. El desayuno de Leo, en cambio, con un
humor envidiable para las horas que había
dormido, sí se aproximaba al de los españoles.
Lo españoles se repartieron el trabajo
y mientras unos bajaban sus maletas y cargaban
los coches otros se encargaban de los niños.
No es que le sorprendiera la organización,
él pertenecía a una sociedad enormemente
organizada, pero no acababa de entender el por
qué a una determinada persona le asignaban
un rol, y si esto era aleatorio o perseguía
algún fin.
Sea como fuere, Hans se despidió de sus
colegas, pagó la factura de las habitaciones,
y las cuantiosas consumiciones de bar del hotel
y el mini bar, y salió en dirección
a su coche, que dejó discretamente aparcado
en un descampado cercano al hotel. No entendía
cómo podían cobrar una tarifa de
aparcamiento, por dejar el coche en un descampado.
Pero en su amueblada cabeza teutona, no cabía
otra cosa que no fuera saldar la deuda adquirida
al dejar el coche aparcado.
Esperó disimuladamente con la cara embebida
en un periódico que cogió en el
hotel, a que fueran saliendo los coches de los
españoles, y se dispuso a seguirlos. Sabía,
gracias al buen hacer de Comrrado, que el destino
sería el Playmobil Fun Park, pero previamente
pasarían visitando con el coche, parte
de Núremberg y su muralla.
La visita al parque de Playmobil, le pareció
un acierto, dado que parte de los viajeros españoles
eran niños. Como era un parque infantil,
no consideró necesario contar con ayuda,
pero pronto se dio cuenta de su error, ya que,
en un momento dado, el grupo entero se dividió
en varios subgrupos. Resolvió la situación
como hacia siempre: tenia buen ojo con la gente,
y pocas veces se equivocaba, así que eligió
a un puñado de trabajadores del parque
y les encargó que fueran sus ojos, a cambio
de unos cuantos euros. Él se encargaría
de seguir ¡al “Topo”!.
Las horas que pasó siguiéndole le
parecieron eternas. Las actividades que llevó
a cabo el Topo parecían normales, pero
vislumbró detalles, como la cantidad de
cosas que portaban el carro de niño. Y
no entendió como no alquiló una
especie de carro de compra que ofrecían
a la entrada del parque. -Este tipo estaba entrenado
para ese tipo de misiones- se dijo para sí
mismo. En los periodos de tedio, se puso a jugar
con algún niño que jugaba sólo.
Pero la paciencia de los niños era escasa,
y éstos se hartaban enseguida de la actitud
dictatorial de Hans. El lector tendrá que
entender que Hans era más de Lego que de
Playmobil, y nunca entendió la marca que
tienen los muñecos de Playmobil en el pelo
para poder encajar los cascos. Esto unido a su
pensamiento inflexible, hacía que no fuera
el mejor compañero de juegos.
Cuando la visita estuvo a punto de terminar, reunió
a su equipo improvisado entre los jóvenes
monitores del parque, para que le contaran los
pormenores de los viajeros españoles. Le
dieron buena cuenta del número de veces
que fueron al colchón de aire, de los cafés
y tartas que se tomaron para merendar, de los
adultos que se tiraron por los toboganes, y de
cuantas figuras de Playmobil intentaron escamotear.
De camino al parking, cayó en la cuenta
de que faltaban algunos españoles del grupo.
Le entró cierto desasosiego al percatarse
de que se habían escapado algunas variables
a su control, y fue en este momento cuando fue
consciente de su imperdonable error. Cada vez
era más consciente de que la exigencia
de este trabajo, iba dejando al descubierto las
carencias que la edad iban produciendo en su mente.
Enseguida apartó ese nubarrón sobre
su cabeza y se centró en resolver su problema
inmediato: averiguar qué había sido
del grupo de españoles que no estaban en
el parque de Playmobil. Le reconfortó encontrar
una salida a la que dirigirse para solventar el
problema: Comrrado. Sabía que el grupo
de españoles se comunicaba por medio de
un grupo de WhatsApp, así que envío
un mensaje a Comrrado, además de transferirle
algún dinero en forma de criptomonedas,
para que leyera los mensajes del grupo, en busca
de una explicación, y ya de paso, que se
le incluyera de manera soterrada en el grupo.
Dicho y hecho. En 5 minutos, estaba dentro u tenía
toda la información y pertenecía
al grupo: 4 adultos sin niños, consideraron
aburrida la experiencia del parque de Playmobil,
y habían decidido hacer turismo alternativo
durante unas horas.
Estaba estructurando toda la información
en su cabeza, cuando empezaron a llegar los españoles
al parking. Esperó disimuladamente dentro
del coche, hasta que salieron todos los coches
de los españoles. No tenía prisa
por seguirles. Sabía que el plan era parar
en una gasolinera para comprar la pegatina que
permitía circular por las autopistas austriacas,
y comprar víveres para unos días.
Pero Hans se había adelantado. Conocía
Austria tanto como Alemania. Ya se había
asegurado de que el coche de alquiler tuviera
la pegatina, así que conducía sin
prisa. Y respecto a los víveres tampoco
le preocupaba. Era austero, casi espartano, cuando
era necesario. Ya se las arreglaría. Así
que decidió adelantarse al destino, y estudiar
cómo establecer alguna vigilancia para
la noche que se avecinaba.
A Hans le gustaba conducir, siempre le gustó.
Y apreciaba la música y su cultura musical
era basta. Le pareció que escuchar algo
de Jodeln, mientras se encaminaba hasta Ötztal
Bahnhof, era lo más adecuado, así
que busco una emisora local que pusiera música
folclórica.
Llegó al camping, enseguida se registró
y pidió el mapa de las cabañas.
Veladamente preguntó por las cabañas
de los españoles. Eligió una cabaña
libre que le permitiera pasar desapercibido, sin
mermar su estratégica y enterarse de todo
lo que acontecía a los españoles.
Pensó que no estaría demás
contar con los ojos de quién está
al tanto de todo, así que sacó unos
billetes y eligió entre la encargada del
camping o su marido. Ella, Sarah, parecía
más seria, pero la conversación
que mantuvo con ella durante los trámites
de la reserva del camping, le hizo pensar que
tenía cierta afinidad con los españoles,
lo que la haría menos propensa a suministrarle
información. En cambio, él, Tobías,
parecía más callado, y el gesto
que le cruzó el semblante cuando Hans le
preguntó por el grupo de españoles,
le hizo pensar que no le gustaban demasiado. Estaría
encantado de contarle cualquier cosa que hicieran
o dejaran de hacer los españoles. Así
que aprovechó el momento en que la señora
salió de la recepción, para hablar
con él y ofrecerle el suculento trato.
Ya tenía a un espía trabajando para
él. Sólo quedaba esperar a los españoles…
Uno a uno fueron llegando, y se fueron recogiendo
en sus cabañas. El día había
sido largo, los ánimos fatigados del viaje,
y los niños cansados de emociones, así
que el reencuentro en el camping fue breve.
Sin embargo, cuando Hans pensó que el día
había acabado para los españoles,
y por tanto para él, empezó a oír
rumores de conversaciones y trajín de ir
y venir. Así que se puso su chándal
oscuro y una gorra negra (su indumentaria habitual
para las actividades ilegales nocturnas), y pasar
desapercibido, y salió a ver qué
pasaba. Las conversaciones entre los españoles
eran acaloradas, por decirlo de alguna manera
y, a pesar de su buen nivel de español,
no acaba de comprender porque había tanto
jaleo un asunto con las sábanas. Cuando
todo estuvo en calma, decidió ir a ver
a Tobías. Él le contó las
elevadas expectativas que traían los españoles
respecto a la ropa de cama y las toallas austriacas.
Lo que, para los austriacos en una cálida
sabana bajera, para los españoles es un
cubre colchón, y lo que para los austriacos
es una suave toalla, para los españoles
es un trapo de cocina. Tomo nota de esa ligera
diferencia de criterio y se fue a descansar a
su cabaña.
ESCENOGRAFÍA
TEATRAL
La alarma del despertador de Hans sonó
temprano. Siempre lo hacía. Se puso su
ropa de deporte y las zapatillas y salió
a correr con las primeras luces del día.
El hecho de ver como la luz iba dando forma a
las montañas que enmarcan al rio Eno, le
llenaba de vida. Sabía que los españoles
no madrugarían mucho, así que se
permitió el lujo de correr entre los prados
una hora. De regreso al camping, aún reinaba
quietud en las cabañas de los españoles.
Así que decidió abrir una válvula
del gas de una de las cabañas. No sería
la primera vez que algún encargo acababa
en tragedia... Si decidía abrir la válvula
de un quemador del interior… el viaje entero hubiera
acabado. Pero decidió abrir la válvula
en la botella situada en el exterior. Eso sólo
crearía inconvenientes los inquilinos,
y le permitiría seguir recabando información,
y, de paso, iría forjando su objetivo:
contribuiría a que el sabor final del viaje
no fuera tan bueno. De momento le bastaba con
eso.
Aún le dio tiempo a ducharse y beberse
un té negro (siempre llevaba alguno en
la maleta) antes de que empezara a notarse movimiento
en las cabañas de los españoles.
Cuando empezaron a salir al exterior de las cabañas,
Hans salió de la suya y se dirigió
a su coche. Lo había dejado fuera del camping,
para que ningún español lo identificara.
Al pasar por la cabaña de recepción,
miró a través de la puerta, para
ver si Tobías estaba trabajando ya. No
vio nada a través del cristal, pero giró
el pomo de la puerta y ésta se abrió.
No había nadie. Se dio la vuelta y cuando
se disponía a salir, apareció Tobías
de un cuartucho situado detrás del mostrador.
Tenía un aspecto horrible. Había
pasado la noche “de guardia” en el camping, pero
ese aspecto denotaba algo más que una simple
mala noche. Inmediatamente infirió que
Tobías bebía. Le preguntó
acerca de la noche de los españoles, pero
Tobías no pudo aportar detalles dado su
estado de resaca. Hans se arrepintió de
haber elegido a Tobías, y no a su pareja,
Sarah. Quizá la información de Sarah
hubiera sido parcial, pero más fiable.
Apartó esos pensamientos de su cabeza,
y decidió darle una segunda oportunidad.
Con esa última idea, compró a Tobías
un paquete de donuts y un café mocca envasado,
y se fue a desayunar al coche mientras esperaba
a que los españoles se pusieran en movimiento.
Le dio tiempo a enterarse de las noticias leyéndolas
en su smartphone, y también a leer su correo
electrónico. No había noticias de
Golondridge. Y eso para él no eran buenas
noticias. Hans prefiere sentir el aliento del
pagador en su nuca. Eso le hace afilar los sentidos.
Por fin apareció el primer coche de los
españoles. La furgoneta de Topo. Tomó
nota mental de que el líder del club viajaba
en furgoneta, y se hacía rodear en ella,
de una especie de cuerpo de guardia variopinta.
De igual modo se percató que siempre va
el primero y los demás le siguen, a pesar
de conocer exactamente el lugar al que tienen
que dirigirse. No le pareció extraño,
habiendo crecido en una sociedad extremadamente
organizada y que prefería seguir a un líder,
sin cuestionarlo, a tener que tomar sus propias
decisiones.
Ensimismado en estos pensamientos, se percató
que ya habían recorrido 20 kilómetros
detrás de la comitiva española.
Prefirió parar a echar gasolina antes de
tener que hacerlo en un momento más inoportuno,
así que paró en un área de
servicio, y aprovechó para comprar algo
de comida. Enseguida volvió a estar en
ruta. Sabía que le habían tomado
bastante ventaja, pero sabía también
el destino, y que su amigo Max, de la Bundespolizei,
le echaría una mano en caso de tener problemas
por el exceso de velocidad.
Se unió a la comitiva, a una distancia
suficiente para no levantar sospechas, justo antes
de llegar al pueblo de Neuschwastein. El grupo
de españoles se disponía a visitar
el castillo de Luis II de Baviera, más
conocido como el Castillo del Rey Loco. Sabía
que visitar el castillo le produciría un
sabor agridulce: lo conocía perfectamente,
su madre lo había llevado a visitarlo en
4 ocasiones a lo largo de su vida, y fue la última
excursión que hizo con ella, antes de su
muerte. Ella decía que no fue diseñado
por un arquitecto, sino por un escenógrafo
teatral.
A pesar de la punzada de dolor que supuso el recuerdo
de su madre, se sobrepuso al ver desfilar a pie,
la comitiva de los españoles en dirección
a las colas del autobús que les subirían
hacia el castillo. Le impresionó la cohesión
de grupo: hicieron de inmediato un cordón
que impidió que otros visitantes se mezclaran
con ellos. Después entendió que
las plazas del autobús eran limitadas y
de esa manera se aseguraban subir todos en el
mismo autobús. Sin embargo, no entendía
la finalidad última de ese comportamiento
gregario, cuando al final todos llegarían
al mismo sitio. “Sentimiento de pertenencia al
grupo” concluyó.
El autobús les dejó en el inicio
de un corto sendero que les llevaría al
puente de Marienbrücke, desde el que hay
una vista soberbia del castillo, algo afeada por
los andamiajes de las eternas obras que se llevan
a cabo. Sólo una vez, de entre sus cuatro
visitas, logró ver el castillo en la plenitud
de su estética grandiosidad. Mientras veía
a innumerables turistas hacer fotos del castillo,
no pudo reprimir un pensamiento acerca de la mezquindad
del turista, que se lleva el recuerdo en una pantalla,
en lugar de en la memoria. Se percató de
que Topo no usaba cámara. Ese detalle le
gustó. Hans no necesita cámaras
para recordar las cosas hermosas. Su madre le
enseño a que si algo hermoso se olvidada,
es que no era tan digno de ser recordado. Y con
esa vara de medir, le puso la semilla del arte
que después cultivo durante toda su juventud
en Wiesbaden. Le arrancó de esos pensamientos
una leve vibración en el puente, y sopesó
la posibilidad de que algún viajero español
tuviera algún accidente en el puente, mientras
todo el mundo estaba distraído haciendo
fotos. Sería una bonita manera de acabar
con el viaje, con la fama de los viajes de Topodiving
y con el prestigio de Topo. Sería una jugada
maestra. Pero le faltaría argumentar a
los directivos de Golondridge cómo conseguir
imitar el éxito de los viajes de Topodiving.
Era pronto para finiquitar abruptamente el viaje.
Siguió a los españoles hasta la
entrada del castillo, y una vez dentro, vio cómo
a cada uno le daban un dispositivo rudimentario
de audio, con la descripción en español
de todo lo que verían en el interior. A
él no le hacía falta. Conocía
cada rincón del castillo. Su madre le había
explicado con devoción la historia de cada
retablo, cada tapiz, cada mueble, cada estancia.
Se divirtió viendo como los niños,
y también algún adulto, se cansaba
de atender a las explicaciones del instrumento,
y se dedicaba a conseguir que los demás
se distrajeran también.
La visita terminó, y se sintió aliviado
al dejar el pesado recuerdo de la muerte de su
madre, que le había inundado desde que
entró en el castillo.
Ahora tocaba bajar a los coches andando. Sabía
que el grupo se iba a desperdigar, así
que mientras los españoles se dispersaban,
él fue a hablar con los carreteros que
hacían más “autentica” la bajada
o subida al castillo. Les dio dinero para que
le contaran cualquier cosa que consideraran fuera
de lo normal de los españoles. Al llegar
abajo, no le dieron ninguna información
relevante, más allá del alto volumen
de las conversaciones, y de algún atajo
hecho por el bosque para ahorrarse alguna curva
del camino.
Una vez en el parking, aprovechó para comer
un bretzel, mientras que los españoles
iban llegando. Se dio cuenta de la impuntualidad
de los mismos. Salvo el Topo y su guardia. Ellos
podrían pasar por alemanes si se midiera
únicamente su puntualidad. Una vez en los
coches, la comitiva salió para el siguiente
destino: el trineo de Kreislainenweg.
A estas alturas del seguimiento del grupo, se
había dado cuenta de que los trayectos
en coche, si no eran muy cortos, eran relajantes.
No había deserciones en el grupo, y en
comitiva o a su aire, todos los coches llegaban
al destino más o menos a la vez. Así
que se permitió relajarse alh volante.
Llegó el primero al parking del trineo,
y una vez que se aseguró que todo el grupo
estaba allí, , consideró adecuado
anticiparse y subir en el telesilla al restaurante,
donde comería los españoles. Consideraba
que, perdían el tiempo en conversaciones
banales.
Sabía por Comrrado, que el menú
ya estaba pedido con semanas de antelación,
y no pudo reprimir la sensación de envidia
que le producía contemplar como un líder,
el Topo, era capaz de arrancar las apetencias
de comida a alguien con semanas de antelación.
Hubo de reconocer que la organización rozaba
la perfección. Bajó a las cocinas
para picar algo y sonsacar alguna información
de los cocineros. No le dijeron gran cosa, salvo
que efectivamente el menú estaba decidido
desde hacía semanas, y que algunos platos
los cocinaron el día anterior, y los habían
mantenido calientes durante horas.
No le sorprendió el ambiente agradable
y distendido, porque conocía el carácter
español. Y en eso, el grupo de viajeros,
no difería de la tónica general
de la sociedad española.
La siguiente fase del viaje iba a ser el descenso,
en dos ocasiones, en trineo de railes. Hans declinó
la posibilidad de bajar. El trineo le recordaba
demasiado al accidente con una moto de nieve,
durante su periodo de formación militar
en el Ártico. Así que se bajó
en el telesilla, y fue a hablar con el responsable
para asegurarse de que le copiara en su memoria
USB, todas las fotos que el sistema automático
sacaba al grupo de españoles en su apretado
descenso. El responsable le enseño alguna
y se permitió esbozar alguna sonrisa con
las caras, mezcla de frío, y de miedo a
la velocidad. Podría parecer que los que
más disfrutaron del trineo fueron los niños,
pero un posterior análisis de las fotos,
permitió a Hans inclinarse a pensar, que
los que más disfrutaron, fueron los adultos.
Aunque para disfrute el suyo propio ya que se
decidió a ejecutar una maniobra de descuidero.
Eligió a la víctima escrutando las
pertenencias que tenía accesibles, y determinó
que una buena jugada sería robar un walkie
de los que llevaban para comunicarse los diferentes
grupos. Y así lo hizo. En un descuido,
se hizo con un walkie, y cuando lo examinó
en el coche, se dio cuenta de que era bastante
antiguo, y consideró que debía haber
sido usado en innumerables aventuras de Topodiving.
Se sintió muy satisfecho: lo consideró
un trofeo de guerra.
Una
vez compartidas las emociones en pequeñas
conversaciones, se dirigieron a los coches, donde
Hans ya les esperaba dentro del suyo. Siguió
al último coche hasta el pueblo de Oberammergau,
donde los viajeros deambularían entre sus
famosas casas pintadas. Hans ya las conocía,
pero nunca le gustaron. A pesar de lo cuidadas
que están, nunca compartió esa manera
de mezclar el arte de la pintura con la arquitectura.
Eso no impidió su seguimiento a cierta
distancia. Lo visitaron a un paso tranquilo, solo
acelerado cuando se les echó encima lluvia
torrencial.
Mientras los españoles hacían la
compra de víveres para los días
que les quedaban de viaje, Hans decidió
que el coche de alquiler que conducía estaba
ya demasiado expuesto a que fuera reconocido,
así que se dirigió a una empresa
de alquiler local y lo cambió. Eran compañías
distintas, pero las pegas y negativas iniciales
se convirtieron en sonrisas y “por supuestos”,
cuando mostró la billetera. Con un coche
nuevo, se dirigió al camping, donde ya
habían llegado los españoles. Tocaba
ir a cenar al restaurante Oilers69. Tuvo tiempo
para contemplar como Tobías tenía
una discusión con uno de los españoles,
acerca del gas que Hans había hecho escapar
de la botella. Se congratuló, esta vez
sí, con la elección que tuvo de
Tobías frente a Sarah, al constatar los
modos en los que el primero se dirigía
hacia el español, en a su escaso nivel
de inglés y nulo de español.
Una vez acabada la discusión, siguió
al español al restaurante, pero se quedó
en la barra. Desde allí estaría
al tanto de lo ocurría en la zona reservada
en la que cenaban los españoles, y aprovecharía
para relajarse con una copa de grüner veltliner,
aprovechando la circunstancia austriaca, ya que
no es sencillo encontrarlo en Alemania.
La cena trascurrió sin más cosas
que reseñar, salvo el alto nivel sonoro
de sus voces, las idas y venidas frenéticas
de los dos camareros con platos de hamburguesas,
pollo y patatas, a lo que Hans no se acababa de
acostumbrar. Y una vez acabada la cena, en medio
de un buen chaparrón, cada uno se fue a
su cabaña. Y Hans, esperó a que
el último de los comensales saliera. Pago
su cuenta, y se dirigió a su cabaña
a rumiar lo acontecido en el día. Ya podía
sacar alguna conclusión, pero quería
disponer aún de más datos, antes
de tomar alguna decisión drástica
y definitiva.
UNA
VIDA QUE NO PUDO SER
De nuevo el despertador sonó bastante más
temprano que para el resto de los españoles.
Pero ese día no podría salir a correr.
Sabía que había una excursión
opcional para ver el glaciar de Kaunertal. No
sabía cuanta gente iba a ir, pero sí
que alguno lo haría. Sopesó la idea
de hacer algún sabotaje algo más
decisivo que lo del gas, aprovechando que parte
de la comitiva se iría. Sin embargo, nunca
había visto ese glaciar, ni había
transitado por esa carretera de peaje, así
que, por simple curiosidad viajera, decidió
seguirles en la distancia, mientras el resto del
grupo dormía plácidamente en sus
cabañas.
Debería ir con más cuidado, dado
que, a esas horas, y por esas carreteras, no se
encontrarían mucho tráfico, lo que
dificultaba su camuflaje. Dejó pasar un
tiempo considerable antes de salir tras la comitiva.
Era una ventaja saber con antelación todos
los destinos, tiempos, e incluso los trayectos.
Condujo relajado, disfrutando del paisaje… y las
curvas. Se decidió por música rutera.
Pincho en la entrada correspondiente del salpicadero
la memoria USB que llevaba siempre en el llavero
y busco en la carpeta de música, “Status
Quo”.
Se alegró de hacer esta pequeña
excursión. Las vistas eran excepcionales.
Cuando llegó a la altura de los coches
españoles, pasó de largo y buscó
un sitio, algo apartado para aparcar. Tomó
nota de los coches y personas que habían
subido a ver el glaciar, y se tomó unos
minutos de relax para regar su vista con el espectáculo
que se abría antes sus ojos.
Cuando vio que los españoles se empezaban
a dirigir a sus coches, se apresuró a introducirse
en el suyo, esbozando una sonrisa. Era una bonita
foto mental la que se llevaba. La reducida comitiva
regresaba de nuevo al camping, y Hans estuvo siempre
detrás a cierta distancia. Llegaron cuando
el resto de los españoles, estaban ya en
pleno bullicio. No podía pasar a su cabaña
sin riesgo a que le vieran claramente a la luz
del día. Se maldijo por no haber cogido
algo para desayunar. Ahora sí tenía
hambre. Se tendría que arreglar con algún
caramelo que encontró en sus pantalones
para que le aportará algo de azúcar.
Decidió no esperar a que salieran y partió
hacia el lago Pigurgersee. Conocía la zona
y sabía que no podría bajar con
los viajeros al lago sin exponerse. Pero ya en
la carretera, se planteó si la decisión
la había tomado por el deseo de parar a
comerse un apfelstrudel como desayuno. De vez
en cuando, Hans se preguntaba por la racionalidad
de sus decisiones. Eso le hacía mejor en
su trabajo. Sea como fuere, salió con antelación,
y paró en un restaurante de carretera.
Con el estómago lleno, se dirigió
a un punto, en la Piburger strase, donde desde
que se dominaba casi todo el lago de Pigurgersee.
Sacó sus prismáticos, y esperó
a ver llegar a los españoles.
Actuaron tal como había pensado. Dudaron
si bajar el coche al lago, a pesar de las indicaciones
de prohibición a la entrada del sendero,
pero les vio hablar con un vecino que les debió
decir que no se podía. Hans seguía
sin entender la actitud libertina de los españoles.
Si hay una señal de prohibición,
¿qué más se necesita saber?
Así que bajaron andado, y vio entre los
árboles, cómo daban la vuelta al
lago. Dada la poca información que le estaba
aportando, decidió adelantarse al próximo
destino: el funicular de Nordpark, en Innsbruck.
Sabía que la intención, era subir
en él y bajar andando, y se le ocurrió
provocar algún incidente en el funicular,
pero enseguida lo descartó ya que atraería
a los medios de prensa locales. En su lugar se
le ocurrió esperarles en la bajada y provocar
un accidente en la montaña. Esa sí
era una idea.
Cuando llegó al funicular, vio que el tiempo
era altamente inestable y que en la parte superior
de las montañas estaba nublado. Confiaba
en que el líder de los españoles,
infundiera determinación en el resto de
los viajeros para no abandonar la idea inicial
de subir y bajar andando. Sin embargo, aunque
una parte del grupo consideró realmente
la posibilidad de subir, un empleado del funicular
les dijo que la bajada estaba impracticable por
la nieve. Así que obligados a cambiar de
idea, se fueron todos a dar un paseo por Innsbruck,
o eso creyó entender, porque esa vez no
lo comunicaron por WhatsApp, y no pudo acercarse
lo suficiente para tener acceso a las conversaciones.
A la luz de estos cambios, se le planteó
un problema: no tenía infraestructura logística
como para hacer un seguimiento efectivo de todos
los integrantes del viaje, y no contaba con tiempo
para organizar algo. La tarde se presentaba lluviosa,
y no se vio con ánimos de andar de acá
para allá, siguiendo a unos y a otros,
por lo que decidió tomarse la tarde libre,
y dejar de ser la sombra de los españoles
por unas horas. Resolvió pasarse a visitar
a Katharina, una novia de otra época, el
recuerdo de una vida que no pudo ser, que trabajaba
en el restaurante Stiftskeller. Sabía que
saldría pronto de trabajar, al finalizar
el primer turno, así que ni siquiera la
llamó y se presentó en el restaurante.
Se pidió un café mocca que ella
le sirvió secamente sin dirigirle prácticamente
la palabra. Sólo oyó un leve susurro:
“salgo a las 17:00”. Katharina y él no
necesitaban hablar mucho para comunicarse. Se
conocían muy bien. Su relación acabó
cuando ella tomó la decisión de
dejar la vida que ambos llevaban. Él no
pudo hacerlo. Le costó años entender
que amaba más su forma de vida que a Katharina.
Le preció buena idea darse un paseo con
Katharina por los jardines del castillo de Ambra,
y esperar allí a los españoles,
pero contra todo pronóstico los españoles
no estuvieron allí a la hora convenida,
las 19:00. Esa tarde no estuvo muy atento al WhatsApp,
y no se enteró de que el grupo entero había
cambiado de idea. Maldijo su incompetencia, se
disculpó con su vieja amada con un “lo
siento una vez más”, la dejó en
un lugar céntrico y prosiguió el
camino hacia el camping. Llegó cuando los
españoles estaban desperdigados disfrutando
de un rato libre sin instrucciones. De modo que
dejó el coche donde siempre, y se puso
a merodear por el perímetro del camping,
intentando tomar nota mental de todo lo que veía.
Poco a poco, los adultos se fueron metiendo en
sus cabañas para cenar, y salvó
algún que otro “intercambio de niños”
entre cabañas, y alguna trastada de éstos,
todo quedó en quietud al poco de anochecer.
Hans se dio un corto paseo entre los coches, meditando
la posibilidad en forzar alguna avería
en alguno de ellos, pero se percató de
la posibilidad de intercambio de asientos donde
viajarían los niños al día
siguiente. Hans es muy profesional, pero hay líneas
que nunca ha cruzado, y no tiene intención
de hacerlo a estas alturas de su carrera, cuando
ya tiene poco que demostrar. Así que decidió
hacer una abolladura en el vehículo del
líder, el Topo y esperar reacciones.
Le dio un escalofrió, y cayó en
la cuenta que llevaba horas a la intemperie, y
tenía el estómago vacío,
así que se dirigió a su cabaña,
se pegó una larga ducha caliente, cenó
algo y se fue a la cama pensando en Katharina.
LA
DEBILIDAD
Una mañana más sonó el despertador.
Todavía era de noche. Se puso la ropa de
deporte, y las zapatillas y se fue a correr. Pasó
al lado de la cabaña de recepción,
y se imaginó a Tobías roncando en
el sofá con una botella de whisky medio
vacía al lado. Había estado lloviendo
toda la noche, y todavía caía alguna
gota. No le preocupaba la humedad, y correr bajo
la lluvia en un entorno como ese, no muy distinto
del sitio en el que se crio, le alimentaba el
alma. Volvió a su cabaña, todo era
quietud, pero el rumor de los coches en la carretera
indicaba que la comarca se desperezaba ya. Le
dio tiempo a ducharse y a comerse un yogur y beber
su acostumbrado té negro. A esa hora no
era capaz de comer mucho más. Metió
las pocas pertenencias que llevaba en su pequeña
maleta y salió hacia el coche, cuando en
las cabañas de los viajeros españoles
se empezaba a ver movimiento. No había
señales de vida en la recepción.
“Tobías la cogió buena anoche”,
pensó. Esperó, como siempre leyendo
las noticias en su smartphone. Le gustaba la lluvia,
por lo que esperó fuera del coche, pero
la pantalla empezó a funcionar mal debido
a las gotas, así que decidió continuar
leyendo dentro del coche.
Cuando se puso en marcha siguiendo a los coches,
empezó a recapitular mentalmente lo que
llevaba de misión. Empezó a considerar
que se acababan las opciones para poner fin, de
manera prematura, a la aventura de los españoles.
Hoy sería el día determinante. La
oportunidad podría presentarse en el trineo
Imster Bergbahnen. Esa era la primera cita de
la jornada. Los españoles, se tirarían
dos veces y ya es sabida la animadversión
de Hans por los trineos. Cogió su multiusos
Leatherman y se fue a dar un paseo, colina arriba,
por las estructuras del trineo, mientras los españoles
comenzaban a subir por el telesilla. Le pareció
curioso el sistema para transportar los trineos
hasta la parte superior del recorrido. Consideró
la posibilidad de debilitar un pilar del rail
del trineo en una curva, pero le llevaría
tiempo sabotearlo, así que se decantó
por modificar el sistema de frenado final, justo
antes de entrar en la caseta del trineo. Sin embargo,
le surgieron dudas: por un lado, estaría
muy al descubierto, y es probable que le viera
el encargado de la atracción. Y por otro,
no se aseguraría del momento del fallo,
con lo que tampoco podía aventurar quien
sería la víctima. Su objetivo principal
era obviamente el Topo. Se había percatado
que los padres y madres de los viajeros más
jóvenes, (aunque algunos no lo disfrutaran
especialmente), hacían el esfuerzo de bajar
en trineo para que sus hijos si lo hicieran. En
tales circunstancias, resolvió no hacer
nada en la atracción de los trineos, de
modo que se quedó cerca de la parte final
del recorrido, tomando nota de quien subía,
y quién no. Se preguntó si esta
decisión no era muestra de una de esas
dubitativas decisiones, fruto de la edad, que
venía detectando últimamente.
Necesitaba pensar en algo ya. El siguiente punto
disponible para dejar a los españoles con
mal sabor de boca sería la garganta del
rio Partnachklamm. Esta sería casi con
seguridad su última oportunidad. Después
se irían todos a Múnich, y allí
sería prácticamente imposible boicoterar
el viaje. Salió hacia la garganta antes
que ellos. El coche era uno de los mejores sitios
para pensar. Cuando llegó, se sorprendió
ver tanta masificación de turistas. Había
estado allí con su padre, pero no lo recordaba
con tanta gente. Se dirigió a la entrada
de la garganta, y espero detrás de unos
troncos a que pasaran los españoles. Tardaron
en llegar, pero Hans estaba tranquilo porque les
controlaba ya por el WhatsApp.
Se adormeció tumbado al sol al lado de
los troncos, esperando a los viajeros españoles.
Los distinguió de lejos. Aún no
les oía, y no sabría decir por qué,
pero ya los distinguía en la distancia.
Había mucha gente, así que fue caminando
cerca de ellos, sin miedo a que le descubrieran.
En la parte estrecha del río no encontró
la zona propicia para sus planes por temor a no
tener la vía de escape asegurada. Al final,
llegaron a una zona en la que el río se
ensanchaba. Ese parecía ser el lugar elegido
para comer. De modo que Hans atisbó una
zona, desde la que les tendría a la vista.
Sacó de su mochila un poco de fiambre reseco
y una barrita de cereales. Era lo único
que le iba a calmar el hambre y eso le bastaría.
Cuando vio que los españoles se agrupaban
para hacerse una foto, se acercó y se ofreció
para hacerla él mismo, en un impulso de
innecesaria temeridad socarrona.
Después, los españoles se dispusieron
a desandar el camino. Decidió que ese sería
el momento. No pilló desprevenido al Topo,
pero sí a alguien al que tenía catalogado
como de su “guardia personal”. Primero sustrajo
un chubasquero a una integrante de la guardia,
y después en una maniobra de distracción,
y con un sutil toque, hizo tropezar a otro. Se
arrepintió de no haber sido más
drástico, pero miró de reojo y le
vio cojear. Quizá eso sería suficiente.
No estaba contento con este sabotaje menor, pero
era mejor que nada.
Los viajeros montaron en sus coches y se dirigieron
a su siguiente destino, Múnich. Aparcaron
en un parking, y se dispusieron a dar un paseo
por la ciudad. Hans temía que le ocurriera
lo mismo que en Innsbruck. Era imposible que una
única persona pudiera controlar a un grupo
tan disperso sin ayuda. Pero esta vez tuvo más
suerte, porque el grueso de los viajeros, se mantuvo
agrupado, por lo que pudo seguirlos, anotando
actitudes, y en algunas ocasiones, expiando hasta
conversaciones.
Acabaron el paseo en el inmenso restaurante de
Hofbräuhaus. Allí, los españoles
disfrutaron, de comida típica de Baviera,
y sobre todo de sus bailes. A Hans le parecían
monótonos y demasiado típicos, pero
a pesar de ello, la estética le gustaba.
Una vez concluida la cena, les siguió,
casi les acompañó, al aparcamiento,
y de éste, al hotel.
De camino, se le ocurrió otra idea. Buscó
en el smartphone, el teléfono del hotel,
y le propuso al encargado un trato. Este diría
a los españoles que las habitaciones no
estaban disponibles, o que no había camas
suficientes, y que las familias irremediablemente
se tendrían que separar…, a cambio claro,
de una sustanciosa cantidad de euros. Al fin y
al cabo, el encargado se jugaba su puesto de trabajo.
Llegó justo antes que los españoles,
y en seguida se acercó a la recepción
para pedir una habitación, y a cambio de
su llave magnética, acercó disimuladamente
al encargado, un sobre con el dinero convenido.
Todo el éxito se frustró de nuevo.
Tras formarse un gran revuelo, por el trastorno
ocasionado a las familias, acrecentado sin duda,
por el cansancio de los niños, el Topo
en seguida, se puso al mando de la situación,
y en cuestión de cuarto de hora, estuvo
todo bajo control, sin necesidad de altercados
ni reclamaciones, cosa que produjo admiración
en Hans.
Uno a uno, se fueron marchando a sus habitaciones,
así que poco había que hacer ya
en la recepción, por lo que Hans decidió
irse a la suya. Allí, recapituló
con un té, toda la información que
había ido almacenando estos días.
Se sintió moderadamente satisfecho con
la misma. Hans era muy exigente consigo mismo.
De lo que más se lamentaba era de no haber
ocasionado más trastornos, incluso alguna
tragedia, entre los viajeros españoles.
El día siguiente sería uno de mero
trámite, así que asumió la
situación, anotó todo en su cuaderno
de notas (ya las transcribiría a algún
formato electrónico más adelante),
y se fue a dormir.
LA
DESPEDIDA
El despertador sonó a la misma hora, pero
hoy no tendría tiempo para hacer deporte.
Se dio una ducha, se preparó un té
y elaboró parte del informe para Golondridge.
En cuanto empezó a oír bullicio
en los pasillos, recogió sus cosas, y bajo
a desayunar con su mínimalista maleta.
Poco a poco empezaron a llegar los viajeros españoles.
Se distribuyeron en mesas, con familias mezcladas,
gracias al tejido afectivo que elaboraban los
niños. Se tomó un café con
una tostada, y se dirigió a su coche. Tendría
que ponerse en contacto con la empresa de alquiler,
para que le dijeran dónde dejarlo, y muy
probablemente le tocaría discutir con ellos.
Llamó desde el coche, con el manos libres,
mientras esperaba a que fueran saliendo y cargando
sus coches los españoles. Efectivamente
le tocó discutir con la persona que estaba
al otro lado del teléfono. Al final llegó
al acuerdo de que podía dejar el coche
en el aeropuerto de Múnich, con un suplemento
de 100 euros, que cargarían a la tarjeta
que dejo como fianza. No le dolió mucho
porque se esperaba ya algo así.
Ya había perdido el interés por
hacer cualquier tipo de sabotaje. Sin embargo,
de repente fue consciente de la barrera del parking,
así que no perdió la oportunidad,
y llamó de inmediato al teléfono
del encargado que tenía de la noche anterior,
y le pidió que bloqueara la barrera, al
menos durante unos minutos.. y así se hizo…lo
que retrasó a más de una familia
en salir de aquel recinto.
Una vez devuelto el coche, se dirigió al
control de seguridad del aeropuerto, y lo pasó
desentendiéndose de los españoles.
Se fue directamente a las puertas de embarque.
Buscó un asiento libre en una zona aparada,
y se dedicó a completar el informe en su
portátil. Ya no tenía sentido estar
atento a los movimientos de los españoles.
No se podía decir que había cogido
cariño a los integrantes del viaje español,
pero les conocía bien. Sabía mucho
acerca de ellos, de sus relaciones y sus comportamientos.
Sin embargo, a estas alturas seguía sin
entender el porqué de los éxitos
de los viajes de Topodiving. Pero no le correspondía
averiguarlo a él. Él no era un analista,
era un operador de campo, y como tal, se limitaba
a recoger datos, y a ejecutar acciones. Para eso
le pagaban y eso es lo que había hecho.
Cuando abrieron el embarque, esperó hasta
que hubo subido el último pasajero, y tras
él cerraron el embarque. Se preguntó,
si inconscientemente, se había asegurado
de que los viajeros españoles habían
cogido su vuelo sin contratiempos. Una vez en
el avión, busco un sitio para su maleta
de cabina, y se sentó en su asiento. Apenas
hubo despegado el avión, se sumió
en un sueño del que no fue sacado hasta
que el piloto anunció que estaban listos
para aterrizar en Madrid. Allí había
quedado al día siguiente con los responsables
de Golondridge. Una vez en tierra, buscó
con la mirada a los viajeros españoles,
se despidió de ellos mentalmente y se aproximó
a la puerta del avión. Justo cuando se
despedía de la tripulante de vuelo, notó
un escalofrió en su espalda. Miró
hacia atrás y se cruzó con la mirada
del Topo, con una niña sonriente en sus
brazos, que le susurraba algo al oído.
No pudo reprimir un leve sentimiento de admiración
hacia él, apartó la mirada y siguió
su camino. En ese instante supo que volverían
a verse.
Baumkirchen,
3 de junio de 2019
|